domingo, 26 de noviembre de 2017

D,Mercurio

D. MERCURIO, políglota


Lo conocí en un centro de idiomas. Concretamente en Suria. Obeso, pringoso y políglota. Su nombre de pila le importaba poco, solo sus apellidos, por ellos era conocido. Era casado, de familia tradicional. Su esposa visitaba enfermos los viernes y otro día semanal hacía con sus amigas sesiones de  “meeting-sex”. Pero, pura apariencia, ella hacía tiempo que no se acostaba con  él. La panza de su cónyuge la molestaba.  Acordó que siempre que fuera discreto podía tener algunas relaciones fuera de su lecho. Lo llamaremos Mercurio. Confidencialmente, a la semana de conocerlo, me confesó que tenía amante. Se citaba los días que su mujer se reunía con sus amigas para para ver los adelantos en la mercadería sexual. Después supe que había sido su alumna en el centro. Llamaremos Úrsula a su amante.
D. Mercurio tenía una obsesión, aparte del sexo, los idiomas. Hablaba inglés, por ejemplo,  con la perfección de la reina Isabel cuando se dirigía a sus súbditos por radio. Era un inglés empalagoso, muy rico en expresiones, algunas del tiempo del lexicógrafo Samuel Johnson. Así cautivaba a las alumnas en un tiempo cuando el inglés no lo hablaban ni los “llanitos”. D. Mercurio era respetado en el centro y el entorno por ser el “teacher” por excelencia.
Eran tiempos del nacimiento de la eclosión de funcionarios. Oposiciones en todo el país para ocupar las plazas de profesores con contratos pingües. D. Mercurio leía el Boletín Oficial del Estado con avidez día a día. Quería ser funcionario a toda costa. Era el porvenir para muchos en un país que había salido de la miseria recientemente. Pero, al considerarse un parangón en su entorno,  no le bastaba con aprobar, tenía que ser el mejor en su promoción.
Como buen hijo de la posguerra, su familia, clase media baja,  había progresado en diferentes campos. Negocios inmobiliarios, agentes de comercio y seguros, etc. La ciudad, entonces no tenía, en su niñez y adolescencia,  centros universitarios. Por lo cual sus estudios fueron a distancia en la universidad vecina. Aun así, logró introducirse en ese centro de idiomas de la  ciudad, gracias a su desparpajo lingüístico. Desde el primer día, D. Mercurio destacó por su talento en los idiomas. Lo rifaba la dirección para un cargo de confianza. Y vaya si lo logró. Pese a que toda su familia era franquista,  se hizo militante de UGT.  Era el sindicato que le apoyaría y nunca sospecharía de su origen burgués.  
Llegaron las oposiciones y fue el mejor de su promoción. Sus compañeros pasaron a un segundo plano, pese a ayudarle con sus programas y memorias, alguno sufrió lo suyo por descubrir el tribunal copia del proyecto docente, cuando el suyo era el auténtico.  El tribunal lo elogió como si de Shakespeare se tratara, lejos de sospechar la picaresca encubierta del flamante opositor, Pasado el susto, nuestro héroe se pasó meses enteros pavoneándose de su talento.
Pero no olvidaba sus apetencias sexuales. Úrsula, una joven de provincias, más bien feúcha pero con mucho gracejo, lo recibía,  periódicamente,  entusiasmada en su modesto apartamento. Era D. Mercurio, el mejor docente del centro. Aprovechando que su mujer se reunía con las amigas para ver la última prótesis del mercado, nuestro protagonista sudaba entre hervores y algarabías con  Úrsula. Era cuando olvidaba su saber lingüístico y tartamudeaba  por el esfuerzo. Su barriga exudaba con el ajetreo continuado de su pesado cuerpo. Al terminar, extenuado, recomponía su lencería masculina, maltrecha con tanto esfuerzo. Era el momento de culminar con una parrafada en inglés. Era lo que esperaba Úrsula. Su cita semanal era recompensada con tan solo escucharle escanciar música en el idioma de la pérfida Albión. Había tan pocos hombres en la ciudad que tuvieran ese don. No le importaba que toda su ropa tuviera que ponerla en la lavadora después de cada faena. Su hombre era, por lo menos,  el mejor lingüista del bloque. Faltaría más. Me lo decía, sin rubores, delante de una cerveza al día siguiente de su privada orgía.
Siempre observaba que D. Mercurio no se ruborizaba por mirar a las alumnas con acusada codicia. Nadie podía negarle su prestigio lingüístico. Se olvidaban y perdonaban sus debilidades y oronda efigie. Yo entonces tampoco era un modelo de pensamiento. Era la edad difícil del hombre con carencias. Me encantaba oír,  incapaz de tener deslices en esa parcela, sus juegos eróticos con Úrsula.  Le imaginaba con sus 120 kilos revolotear por el dormitorio de Úrsula buscando ávido los carnosos senos de ella. Provocaba mi imaginación al comparar mis contactos espartanos con mi cónyuge. Y me prometí buscar otra Úrsula que despertara mis deseos cada vez más acrecentados por los relatos de mi amigo políglota.  Yo, magro de carnes entonces, y elástico con mi deporte, me sentía más preparado para lances carnales que mi obeso colega. Pero no tenía una Úrsula a mano,  ni a mi pareja le molestaba mi barriga en la cama. Lástima. Así que durante un tiempo tuve que conformarme con los relatos semanales de intensidad febril de mi amigo Mercurio, muy distantes de las vicisitudes de  Samuel Pickwick, al que imaginaba de gordo como a amigo.
Pasado el tiempo, a mi amigo lingüístico, se le quedaba pequeño el centro y quería remontar el vuelo. Se fijó en un colega universitario, muy conocido en su área, para escalar académicamente. En efecto, al igual que pegaba su gruesa anatomía a la infatuada Úrsula, Mercurio se incrustó en la vida de este hombre para colmar sus ambiciones. La familia de Mercurio, mercaderes arribistas, vio esta relación fructífera para entrar en el mundo universitario y hacer de Mercurio  el Menéndez Pidal de la ciudad. Corrían los años ochenta. Y, claro, los  desclasados de los sesenta y setenta,  viendo en la apertura una ocasión única de futuro, en tropel, desembarcaron  en la costa de los válidos y mecenas que ocupaban autoridad y estima en las esferas sociales. La universidad era uno los objetivos. Mercurio vislumbró esta rendija de luz para entrar en este recinto. Era el tiempo que la gente entonces se jactaba de ser demócratas y de izquierdas. Y nuestro Mercurio, educado entre la iglesia y centros de pago, no dudó en militar en sindicatos obreros, como mencioné.
Su mecenas universitario, admirado en su entorno por su seriedad y trabajo, creyó en Mercurio, de entrada,  por su locuacidad y palabrería. Le ayudó a mejorar en su ámbito y a su vez se dejó impregnar por su lascivia verbal en las contadas salidas de copas. Mercurio no hablaba nunca de su recta familia. Sin mucha formación habían logrado ya altas cotas en su entorno y vecinos. La esposa de Mercurio no le permitía ninguna entrada nocturna en casa. A las diez en  casa. Y hablar de Úrsula, impensable. Y, su mente, de noche,  galopaba en el dormitorio santuario y se introducía en los recovecos voluptuosos de Úrsula  sin  apenas rozar a su castísima esposa que, a su vez,  repasaba facturas y pólizas a la luz de la lámpara barroca de su mesita de noche. Y tenían hijos. Los milagros del deseo en ellos y la paciencia de ellas para calmar sus hervores en noches jóvenes y cálidas. Pero se apagaron poco a poco a medida que el pisito de antaño se convertía en casa con jardín. Los niños se hicieron mayores y el crujir del somier dejó de oírse en tan ampulosa vivienda.
Mercurio siguió con su táctica de ganarse a su mecenas. Poco a poco se iba adentrando en la parcela lingüística universitaria. Claro, a base de no dejarle, aparte de su trabajo, y retenerlo en todas las facetas humanas. Y Úrsula emergió en sus conversaciones. De nuevo, las ensoñaciones carnales afloraron y nuestro mecenas, lo llamaremos Prócer, dejó que su mente albergara también pensamientos prohibidos en su quehacer diario. Su familia, su entorno académico, los conocidos y vecinos lo consideraban un hombre modélico. Pero, los relatos de Mercurio y sus batallas de calzón quitado lo enervaron con el devenir del tiempo de tal manera que, poco a poco  se entregó a su causa. Mercurio le animó a encontrar esa jaca con  la que galopara en sus ratos libres. Y encontrada sin mucha dificultad por ser Prócer hombre resultón, los ratos se hicieron más frecuentes y  más libres porque la nueva amante lo solicitaba. La joven, la llamaremos Medusa, descubrió, a su vez,  la pasión con nuestro Prócer que ignoraba, sin saberlo,  su fuerza y ahínco en esta nueva faceta.
Así que Úrsula y Medusa, sin conocerse, estaban gestando episodios de gestas paralelas en dos protagonistas que, lejos de estar unidos por el trabajo intelectual, vagaban y galopaban en montes y vaguadas placenteras. Mercurio y Prócer, cada vez con más frecuencia, se aliaban para encubrirse ante sus respectivas damas. Fueron días de gloria, la juventud llegó de nuevo y, cuando ellos se citaban, las proezas verbales de heroicidades amatorias sin cuento afloraban con detalles que hubieran ruborizado a sus damas oficiales. Qué esplendor destilaban sus devaneos de amor y entrega. Y ello acrecentaba el poder de Mercurio sobre Prócer. El seboso lingüista con su estrategia iba atrayendo a Prócer y subiendo los peldaños de su escalada académica. Y a medida que Prócer ayudaba a Mercurio,  nuestro mecenas perdía terreno en su entorno. Su lascivia era ya patente en su mirada y le hacía parecer malvado cuando se le veía.  Antes era normal que sus ojos destellaran brillantemente con la limpieza del hombre casto, ahora ya no lo hacían. En Mercurio era diferente,  su lujuria era la de siempre. Sus ojos relucían y de inmediato afloraba el deseo ante  cualquier joven. Su ambición era más fuerte que su apetito. Tenía el plácet de su cónyuge, a la cual el sexo era un estorbo en su quehacer entre la casa y su trabajo en el despacho.
Y sucedió lo inevitable. Prócer se enamoró, no así Mercurio. Su Úrsula era la fruta carnosa que no comía en casa. D. Mercurio acabó con Prócer. Ascendió académicamente, sin dejar a Úrsula, y Prócer se hundió en todos los terrenos con su delirio de amor. Nunca el obeso docente mencionó en su hogar la alianza con Prócer en el terreno amatorio. Al contrario. Dijo que su colega erraba últimamente con alguien. Horror.  Pasaron seis años. Mercurio seguía viendo a Úrsula a escondidas. Su status universitario no lo coronó al completo, pero casi lo consigue. Siguió engordando, y poco después enfermó, en parte por el asedio de la familia para que alcanzara la cima y de ese modo pavonearse todos en reuniones sociales. Casi muere en el empeño. Hoy transita, casi un anciano, por los aledaños de su casa. Úrsula se casó con un colega miope y nunca le contó que vio la Torre de Londres, el Big Ben y los  Beefeaters sin salir de su apartamento antaño de soltera. De Prócer nunca más se supo. Renunció a su cargo y se mudó a un país lejano. Vive con su amor de madurez y alguien que lo ha visto cuenta que nunca más cogió un libro de su especialidad.