Una desaparición
frustrada
Me ocurrió en una ruta del
domingo. Salimos del punto de encuentro y ya en el coche la miré. Recordaba la orgía de sudor entre los
dos de días anteriores en su casa. No me sonrió como de costumbre. Un silencio
se impuso. Le pregunté: “¿Bien?”. “Mal, muy mal, le quiero”, “¿y?”, dije
entrecortado. “No puedo dejarle, mis sentimientos son muy fuertes”, dijo
seria, sin mirarme. “¿y que pinto yo
entonces a partir de ahora?”, logré balbucir.
“Nada, desaparece”, contestó ella secamente. Pero, ¿cómo puedo hacerlo
ahora dentro del coche, a ciento
veinte por hora en una autovía llena de
tráfico?. ¿Y tengo que aguantar la ruta entera del domingo con ella sin poder
mirar el paisaje, ni el camino, ni la cuesta que sube al destino final del
sendero? Una niebla espesa se metió en nuestro vehículo y sólo dejaba ver la línea
discontinua entre carriles. Una parada para tomar un café con el resto de ruteros. Una sonrisa y
un saludo “cordial” a todos. Me senté a distancia de ella sin poder desaparecer.
No había mucha gente allí, se notaría. Una tostada y un café. Y enfilamos de
nuevo la ruta. Llegamos al sitio de partida y ella seguía allí, me miraba para
que desapareciera. Su gesto era adusto y seco. El mío con una sonrisa de labio
partido. Y emprendimos el sendero. El paraje era bellísimo. El agua fluía por
el cauce y el frío de la corriente no era tan intenso como el flujo de mi
sangre en mi cuerpo. Las hojas secas del sendero crujían al pisarlas y el
bastón las hendía con saña. Subía sin jadear, el corazón me golpeaba el pecho y
miraba hacia delante, hacia las cumbres que en la distancia se teñían de
colores grisáceos.
Amenazaba lluvia que no sentía, tanto era mi estado. ¿Cómo
desaparecer en un paisaje de hojarasca y
de escarcha manchada por nuestras pisadas? El guía lideraba el grupo que cada
vez se espaciaba más por la estrechez y ascensión de la ruta. No podía
desaparecer ahora, se notaría mi ausencia. Me esperarían y retrasarían la ruta.
Lo haría cuando llegáramos a la cumbre. Y llegamos.
Todos nos sentamos y sacamos nuestras provisiones. Mi miraba se extasió y se
perdió entre el paisaje que los jirones de niebla hacían culebrear entre
destellos de luz albina. El barranco se partía entre riscos cortados. Intenté
desaparecer, me fui a un árbol frondoso y me oculté, pero un rutero,
semiescondido en otro árbol, me dijo:
“Eh, que te van a ver las mozas desde arriba”. Y desistí. Bueno, pensé, lo
haré cuando nos distanciemos a la bajada. Mientras comíamos, hacíamos las fotos y el gozo del lugar
nos relajaba y nos desinhibía, ella me miraba de soslayo y leía en su rostro:
“Pero, ¿aún estás aquí?”. Y evitaba su presencia y buscaba su espalda para no
ver su mueca y la huella dejada con el hierro de mi presión en su mentón. Y bajamos y lo hice con tal
velocidad que me alejé del resto de la expedición. Así ya no veía las piedras
del sendero, y perdía los hitos, ni tampoco me deleitaba con el horizonte de
vaguadas y barrancos que a cada vuelta surgían a cada vuelta. Siempre había
algún rutero que me seguía para no perderme de vista. No lograba
desaparecer. Miraba hacia atrás y la veía avanzar con su mirada de Gorgona tras
mi espalda. “¡Dios, ¿qué hacer?””¿Me tiro al cauce del río que corre bajo el sendero?” No, el ruido de mi cuerpo se oirá y me
rescatarán. Seguiré hasta el final de la ruta.
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