miércoles, 10 de junio de 2015

ruta fantasma

Una   desaparición frustrada


Me ocurrió en una ruta del domingo. Salimos del punto de encuentro y ya en el coche  la miré. Recordaba la orgía de sudor entre los dos de días anteriores en su casa. No me sonrió como de costumbre. Un silencio se impuso. Le pregunté: “¿Bien?”. “Mal, muy mal, le quiero”, “¿y?”, dije entrecortado. “No puedo dejarle, mis sentimientos son muy fuertes”, dijo seria,  sin mirarme. “¿y que pinto yo entonces a partir de ahora?”, logré balbucir.  “Nada, desaparece”, contestó ella secamente. Pero, ¿cómo puedo hacerlo ahora  dentro del coche, a ciento veinte  por hora en una autovía llena de tráfico?. ¿Y tengo que aguantar la ruta entera del domingo con ella sin poder mirar el paisaje, ni el camino, ni la cuesta que sube al destino final del sendero? Una niebla espesa se metió en nuestro vehículo y sólo dejaba ver la línea discontinua entre carriles. Una parada para tomar un  café con el resto de ruteros. Una sonrisa y un saludo “cordial” a todos. Me senté a distancia de ella sin poder desaparecer. No había mucha gente allí, se notaría. Una tostada y un café. Y enfilamos de nuevo la ruta. Llegamos al sitio de partida y ella seguía allí, me miraba para que desapareciera. Su gesto era adusto y seco. El mío con una sonrisa de labio partido. Y emprendimos el sendero. El paraje era bellísimo. El agua fluía por el cauce y el frío de la corriente no era tan intenso como el flujo de mi sangre en mi cuerpo. Las hojas secas del sendero crujían al pisarlas y el bastón las hendía con saña. Subía sin jadear, el corazón me golpeaba el pecho y miraba hacia delante, hacia las cumbres que en la distancia se teñían de colores grisáceos.


Amenazaba lluvia que no sentía, tanto era mi estado. ¿Cómo desaparecer  en un paisaje de hojarasca y de escarcha manchada por nuestras pisadas? El guía lideraba el grupo que cada vez se espaciaba más por la estrechez y ascensión de la ruta. No podía desaparecer ahora, se notaría mi ausencia. Me esperarían y retrasarían la ruta. Lo  haría  cuando llegáramos a la cumbre. Y llegamos. Todos nos sentamos y sacamos nuestras provisiones. Mi miraba se extasió y se perdió entre el paisaje que los jirones de niebla hacían culebrear entre destellos de luz albina. El barranco se partía entre riscos cortados. Intenté desaparecer, me fui a un árbol frondoso y me oculté, pero un rutero, semiescondido en otro árbol,  me dijo: “Eh, que te van a ver las mozas desde arriba”. Y desistí. Bueno, pensé, lo haré cuando nos distanciemos a la bajada. Mientras  comíamos, hacíamos las fotos y el gozo del lugar nos relajaba y nos desinhibía, ella me miraba de soslayo y leía en su rostro: “Pero, ¿aún estás aquí?”. Y evitaba su presencia y buscaba su espalda para no ver su mueca y la huella dejada con el hierro de mi presión  en su mentón. Y bajamos y lo hice con tal velocidad que me alejé del resto de la expedición. Así ya no veía las piedras del sendero, y perdía los hitos, ni tampoco me deleitaba con el horizonte de vaguadas y barrancos que a cada vuelta surgían a cada vuelta. Siempre había algún rutero que me seguía para no perderme de vista. No lograba desaparecer. Miraba hacia atrás y la veía avanzar con su mirada de Gorgona tras mi espalda. “¡Dios, ¿qué hacer?””¿Me tiro al cauce del río  que corre bajo el sendero?” No,  el ruido de mi cuerpo se oirá y me rescatarán. Seguiré hasta el final de la ruta. 

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