jueves, 31 de marzo de 2016

Jean Seberg

La mujer como heroína

JEAN



Jean Seberg, norteamericana, hoy tendría 77 años, pero murió con 41. La hallaron muerta, desnuda, en su coche, cerca de su apartamento en París, con el cuerpo abrasado por quemaduras de cigarrillo, una botella de agua y una nota de suicidio. Lo hace con barbitúricos y alcohol….cuentan. La más francesa de las actrices americanas. Con 17 años Preminger la elige para su “Juana de Arco”, después viene “Bonjour Tristesse” y más éxitos en poco tiempo. Esta jovencita, aparentemente dulce, nacida en un pueblo de Iowa, se desmelena en el París de la “Nouvelle Vague” y vive intensamente los años que le siguieron. Casa con el escritor Roman Gary, bastante mayor que ella, y se merienda todo los que se pone delante, incluidos, Carlos Fuentes, Ricardo Franco, Clint Eastwood, entre otros. Se llega a decir que se iba a las tabernas a buscar sexo. Era muy crítica con la guerra del Vietnam y dicen que un bulo gestado por el FBI, asociando el hijo que murió, al poco de nacer, con el líder de los Black Panthers, precipitó su desequilibrio mental y posterior suicidio en 1979.

martes, 29 de marzo de 2016

María Luisa de Orleans




La mujer como heroína

  MARIA LUISA 

Maria Luisa de Orleans, (1662-1689), la primera esposa de Carlos II de España, el último de los Austrias. Era francesa.  Los cuadros que quedan de ella no destacan la belleza de esta parisina que con 17 años se casa con nuestro rey, un enfermo de por vida, deforme y feo de nacimiento. No tuvo descendencia debido a las taras fisiológicas de nuestro monarca, aunque la corte propagara que era ella la no fértil. El pueblo le cantaba: “ Parid, bella flor de lis, en aflicción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París.” Solo reinó diez años, muriendo, a los 26 años, de un cólico miserere, hoy llamado “ataque de apendicitis” y virgen ya que el rey, impotente, no logró su embarazo. María Luisa figura en nuestra historia como reina poco preocupada por la política, más aficionada a la equitación y por lucir sus galas en la corte, aunque mantuvo en todo momento su cariño al rey, en parte, sabedora de la poca fortuna que la naturaleza le había concedido a su esposo. Por ello, figura en nuestra página como heroína.
Juan Carreño y Francisco Ignazio Ruiz de la Iglesia






miércoles, 23 de marzo de 2016

Caty, ojos negros


La mujer como heroína

CATY




        Sus grandes ojos negros llenaban toda la barra de aquel bar. No muy alta y poco esbelta, al contrario, pese a ser tan joven, sus formas eran redondeadas y su pecho sobresalía de entre la clientela que se agolpaba en la barra en la hora  de su desayuno de café con tostada. Apenas la chica despertó mi curiosidad, pese a que en aquella época  mi juventud me pedía mirar y sobresaltarme ante el arco de  estudiantes que, día a día, acudía al sitio para pedir algo que matara su rutina de clases y su empalago de descifrar el puzle  que es una lengua extranjera. Acababa de salir de unas prácticas y, como la noche anterior fue corta y dinámica en enredos de género y de verborrea  con aquellas amistades procedentes de tan distintos confines, me apetecía un café. Me pareció que una mirada me espiaba. A pocos pasos estaba Caty consumiendo un sobao pasiego. Esbocé una rápida sonrisa y me acerque a ella. Le hice varias preguntas y pronto supe que estaba perdida en aquel centro sin puerto ni patrón que la cobijase. Le di unos cuantos consejos para su acomodo y estancia y le recomendé que buscara amigos de su edad el tiempo que permaneciera en el centro. Y no la vi  más durante un tiempo.

Yo, entonces, andaba muy atareado con los grupos de alumnos que asistían a las clases con una regularidad pasmosa. Eran tiempos de aburrimiento social y más aún político durante los meses no estivales. Cada uno andaba entre estudios de posgrado y de impartir clases dónde fuera para sobrevivir. Pero, en verano y aquel sitio, entre nosotros sí había crítica a la situación de nuestro país, y más aún cuando los alumnos, procedentes de países en los que ya la democracia hacía tiempo que reinaba, intervenían con  sus comentarios, con media lengua, eso sí, pero certeros en las preguntas. ¿Qué podíamos defender? Solo que el país, poco a poco, se desperezaba, y que esperábamos que algo ocurriera pronto. Lo nuestro era lo lúdico y lo didáctico, estamos allí para que los alumnos aprendieran y volvieran al centro otro año. La experiencia nos decía que teníamos que pasar dos meses de verano con plena conciencia de entretener y de ser socialmente atractivos para repetir otro año. Y ese era mi objetivo. Las tardes eran gloriosas, una vez terminadas las prácticas de lengua nos reuníamos con  un grupo de alumnos y nos íbamos de cena y copas, si terciaba.

Por ello, Caty no me impresionó lo más mínimo. Era una casi adolescente por su manera de vestir y de comportarse. Se ruborizaba continuamente si, al hablarle, la miraba a los ojos. Unos pantalones y una blusa cruzada con tirantes que le apretaba el costado  y la espalda de la que pendía una mochila con libros y material escolar. Era su atuendo habitual. Para mi era como una hermana pequeña que  andaba perdida lejos de su hogar. Sus ojos negros, profundamente resaltados con abéñula en sus largas pestañas,  te miraban con una expresión de ingenuidad que acentuaba su imagen de lolita oronda. Aun así, la veía desvalida entre tanto estudiante, casi todos mayores que ella. Me la encontraba en los recesos de mañana y tarde, acodada en la barra con una coca cola que apenas consumía. Siempre el nivel del líquido era el mismo, era mi impresión. Poco a poco, según tomaba confianza, me contaba algo de su vida en París.

Era hija única, de padres separados. Vivía con su madre en un arrabal de París. Su madre trabajaba y ella apenas la veía salvo los fines de semana. Para mí eso de padres separados me sonaba a soflama por los tiempos que corrían en nuestro país. Nunca ahondé en su situación familiar porque no la entendía. Me figuraba a su madre viniendo tarde a casa para comer algo frío que había preparado por la mañana de prisa para la hija y ella. Y después a ver televisión y vigilar las tareas escolares de Caty. Ese verano, decidió darle un respiro a la madre y se vino a España para escapar un  poco del enrarecido ambiente “chauvinista”  del París de esos años. No creo que tuviera más de 18 años. Poca ropa se trajo porque su vestuario era siempre el mismo. Le daba igual. La época hippie estaba ya muriendo para acercarse a lo punkie. Pero Caty estaba aún anclada y su rebeldía era más existencial que de vestuario.

Y así expiró ese verano y yo me reintegré a mi vida normal y marché a mi ciudad de origen y de trabajo. Y Caty pasó a ser un vago recuerdo en mi vida cotidiana. Transcurrieron los meses y un día de abril tocan a mi casa y mi madre me dice: “ Hijo, una chica pregunta por ti”-. Y hete aquí que Caty aparece en el vano de mi puerta tirando de su mochila inconfundible. “Quería visitar tu ciudad y como no conocía a nadie de aquí me acordé de ti”, me dijo ruborizada. En nueve meses había cambiado algo  en su físico. Un poco más esbelta y ya no bajaba los ojos cuando la mirabas. Bueno, pensé, “que hago yo con esta mocosa crecida?”

Le enseñé la ciudad, actuando como cicerone, como tantas veces, había hecho con visitas femeninas. Y mi ciudad es una plaza que engancha. Sus monumentos y sus rincones te hacen perder el recato que se guarda en el comportamiento con una persona que apenas conoces. Y así le pasó a Caty. De pronto, a los pocos monumentos visitados, me cogió del brazo y me lo apretó. La miré de soslayo y una sonrisa le iluminaba el rostro. Se sentía a gusto. Y allí se quedó durante diez días, en mi ciudad que la embriagó con sus plazas y lugares, algunos de fantasía arabesca, con unos jardines frondosos y tranquilos desde donde se veía el espectáculo de sus noches perfumadas que desprendían arrayanes y mirtos y con el suave susurro del agua que corría entre  canales  y arriates. Sabía que Caty no se iría fácilmente. Pero yo no estaba por la labor. Mi casa, mi madre, la chica que continuamente buscaba mi compañía para ir a cualquier sitio. Pensé que se matricularía en la universidad y se quedaría allí para siempre. No me seducía la idea. Pero, el diablo tienta cuando menos lo esperas y aprovechando unas cortas vacaciones nos fuimos juntos a visitar la ciudad vecina. Eran tiempos de carestía y los hoteles aún no estaban llenos de huéspedes visitantes. Por lo cual en ningún sitio nos negaron alojamiento.

No me acuerdo como ocurrió nuestro primer despertar juntos. Lo cierto es que Caty, a mi lado, con sus enormes ojos llenos de abéñula y su cuerpo desnudo acurrucado, con su mano asida  a la almohada, yacía en aquella cama, de patas altísimas y colchón enorme. No estaba muy feliz con aquella visión de postergada entrega de ambos, cuando mi deseo inicial de Caty era de protección y amparo.  Sabía que sería pasajero nuestro encuentro por mucho amor que destilase aquella escena de intimidad en un hotel de provincias. De allí saltamos a otras ciudades, siempre esperando que los hoteles tuvieran camas altas y colchones espaciosos. Caty siempre con su mochila atada a la espalda y sus ojos enormes con la abéñula que nunca abandonaba. Recorrimos media península empleando cualquier medio de locomoción. A veces hacíamos autostop y ella era la encargada de tender el dedo para que nos recogiesen. Y en una tarde lluviosa llegamos a Madrid. Sin desearlo al completo, sabía que esta ciudad sería el final de nuestro encuentro. Con una excusa, estudiada de antemano, de vernos a la mañana siguiente, nos despedimos. Esa mañana pretendida nunca se produjo en muchos años.

Unos  años después recibí una llamada de teléfono que me alteró. Era Caty. Me preguntó por mi vida y mi bienestar. Yo estaba ya atado en todos los sentidos y un hijo mío correteaba por la casa mientras le contestaba. Quería verme algún día, no importaba la fecha para, según ella, desentrañar nuestra etapa en su recorrido de psicoanálisis que estaba teniendo con un profesional. Era vital verme, aunque fuera en una velada fugaz. Se lo prometí sin ningún atisbo de que ocurriera. Trabajaba en Madrid en una empresa de gran renombre y era feliz porque estaba rodeada de figuras del espectáculo que le hacían muy reconfortante su trabajo y vida en esa ciudad. Pero, tardaron unos años más para que esa cita ocurriera.

Cuando entré en aquella cafetería de moda de Madrid, pensaba que su mochila presidiría nuestro encuentro. No, era de nuevo su abéñula, más recargada, adornando sus enormes ojos los que alumbraban la sombra proyectaba por la vela de la mesa. Seguían sus ojos oscuros, esta vez sin  pestañear, taladrando a su recuerdo, yo, pero esta vez la redondeada figura de aquella niña mujer que yo había adoctrinado, protegido y acariciado se había convertido en una mujer espléndida que sonreía abiertamente. Me di cuenta, de inmediato que en todos aquellos años yo había involucionado y ella había crecido de manera gigantesca. No me arrepentí de no haber acudido aquella mañana prometida a la cita con Caty, pues, sin duda alguna, la talla te la da tu personalidad y no el destino. Y ella indudablemente ganó con mi ausencia. De vez en cuando me felicita en francés por Navidad. 

                                                                       THE END