La mujer como heroína
CATY
Sus grandes ojos negros llenaban
toda la barra de aquel bar. No muy alta y poco esbelta, al contrario, pese a
ser tan joven, sus formas eran redondeadas y su pecho sobresalía de entre la
clientela que se agolpaba en la barra en la hora de su desayuno de café con tostada. Apenas la
chica despertó mi curiosidad, pese a que en aquella época mi juventud me pedía mirar y sobresaltarme
ante el arco de estudiantes que, día a
día, acudía al sitio para pedir algo que matara su rutina de clases y su
empalago de descifrar el puzle que es
una lengua extranjera. Acababa de salir de unas prácticas y, como la noche
anterior fue corta y dinámica en enredos de género y de verborrea con aquellas amistades procedentes de tan
distintos confines, me apetecía un café. Me pareció que una mirada me espiaba.
A pocos pasos estaba Caty consumiendo
un sobao pasiego. Esbocé una rápida sonrisa y me acerque a ella. Le hice varias
preguntas y pronto supe que estaba perdida en aquel centro sin puerto ni patrón
que la cobijase. Le di unos cuantos consejos para su acomodo y estancia y le
recomendé que buscara amigos de su edad el tiempo que permaneciera en el
centro. Y no la vi más durante un
tiempo.
Yo, entonces, andaba muy atareado
con los grupos de alumnos que asistían a las clases con una regularidad
pasmosa. Eran tiempos de aburrimiento social y más aún político durante los
meses no estivales. Cada uno andaba entre estudios de posgrado y de impartir
clases dónde fuera para sobrevivir. Pero, en verano y aquel sitio, entre
nosotros sí había crítica a la situación de nuestro país, y más aún cuando los
alumnos, procedentes de países en los que ya la democracia hacía tiempo que
reinaba, intervenían con sus
comentarios, con media lengua, eso sí, pero certeros en las preguntas. ¿Qué
podíamos defender?
Solo que el país, poco a poco, se desperezaba, y que esperábamos que algo
ocurriera pronto. Lo nuestro era lo lúdico y lo didáctico, estamos allí para
que los alumnos aprendieran y volvieran al centro otro año. La experiencia nos
decía que teníamos que pasar dos meses de verano con plena conciencia de
entretener y de ser socialmente atractivos para repetir otro año. Y ese era mi
objetivo. Las tardes eran gloriosas, una vez terminadas las prácticas de lengua
nos reuníamos con un grupo de alumnos y
nos íbamos de cena y copas, si terciaba.
Por ello, Caty no me impresionó lo más mínimo. Era una casi adolescente por su manera de vestir y de comportarse. Se ruborizaba continuamente si, al hablarle, la miraba a los ojos. Unos pantalones y una blusa cruzada con tirantes que le apretaba el costado y la espalda de la que pendía una mochila con libros y material escolar. Era su atuendo habitual. Para mi era como una hermana pequeña que andaba perdida lejos de su hogar. Sus ojos negros, profundamente resaltados con abéñula en sus largas pestañas, te miraban con una expresión de ingenuidad que acentuaba su imagen de lolita oronda. Aun así, la veía desvalida entre tanto estudiante, casi todos mayores que ella. Me la encontraba en los recesos de mañana y tarde, acodada en la barra con una coca cola que apenas consumía. Siempre el nivel del líquido era el mismo, era mi impresión. Poco a poco, según tomaba confianza, me contaba algo de su vida en París.
Era hija única, de padres separados.
Vivía con su madre en un arrabal de París. Su madre trabajaba y ella apenas la
veía salvo los fines de semana. Para mí eso de padres separados me sonaba a
soflama por los tiempos que corrían en nuestro país. Nunca ahondé en su
situación familiar porque no la entendía. Me figuraba a su madre viniendo tarde
a casa para comer algo frío que había preparado por la mañana de prisa para la
hija y ella. Y después a ver televisión y vigilar las tareas escolares de Caty. Ese verano, decidió darle un
respiro a la madre y se vino a España para escapar un poco del enrarecido ambiente “chauvinista” del París de esos años. No creo que tuviera
más de 18 años. Poca ropa se trajo porque su vestuario era siempre el mismo. Le
daba igual. La época hippie estaba ya muriendo para acercarse a lo punkie. Pero
Caty estaba aún anclada y su
rebeldía era más existencial que de vestuario.
Y así expiró ese verano y yo me
reintegré a mi vida normal y marché a mi ciudad de origen y de trabajo. Y Caty pasó a ser un vago recuerdo en mi
vida cotidiana. Transcurrieron los meses y un día de abril tocan a mi casa y mi
madre me dice: “ Hijo, una chica pregunta por ti”-. Y hete aquí que Caty aparece en el vano de mi puerta
tirando de su mochila inconfundible. “Quería visitar tu ciudad y como no conocía a nadie de aquí me
acordé de ti”, me dijo ruborizada. En nueve meses había cambiado algo en su físico. Un poco más esbelta y ya no
bajaba los ojos cuando la mirabas. Bueno, pensé, “que hago yo con esta mocosa
crecida?”
Le enseñé la ciudad, actuando
como cicerone, como tantas veces, había hecho con visitas femeninas. Y mi
ciudad es una plaza que engancha. Sus monumentos y sus rincones te hacen perder
el recato que se guarda en el comportamiento con una persona que apenas
conoces. Y así le pasó a Caty. De
pronto, a los pocos monumentos visitados, me cogió del brazo y me lo apretó. La
miré de soslayo y una sonrisa le iluminaba el rostro. Se sentía a gusto. Y allí
se quedó durante diez días, en mi ciudad que la embriagó con sus plazas y lugares,
algunos de fantasía arabesca, con unos jardines frondosos y tranquilos desde
donde se veía el espectáculo de sus noches perfumadas que desprendían arrayanes
y mirtos y con el suave susurro del agua que corría entre canales
y arriates. Sabía que Caty no
se iría fácilmente. Pero yo no estaba por la labor. Mi casa, mi madre, la chica
que continuamente buscaba mi compañía para ir a cualquier sitio. Pensé que se
matricularía en la universidad y se quedaría allí para siempre. No me seducía
la idea. Pero, el diablo tienta cuando menos lo esperas y aprovechando unas
cortas vacaciones nos fuimos juntos a visitar la ciudad vecina. Eran tiempos de
carestía y los hoteles aún no estaban llenos de huéspedes visitantes. Por lo
cual en ningún sitio nos negaron alojamiento.
No me acuerdo como ocurrió
nuestro primer despertar juntos. Lo cierto es que Caty, a mi lado, con sus enormes ojos llenos de abéñula y su cuerpo
desnudo acurrucado, con su mano asida a
la almohada, yacía en aquella cama, de patas altísimas y colchón enorme. No
estaba muy feliz con aquella visión de postergada entrega de ambos, cuando mi deseo inicial de Caty era de protección
y amparo. Sabía que sería pasajero
nuestro encuentro por mucho amor que destilase aquella escena de intimidad en un
hotel de provincias. De allí saltamos a otras ciudades, siempre esperando que
los hoteles tuvieran camas altas y colchones espaciosos. Caty siempre con su mochila atada a la espalda y sus ojos enormes
con la abéñula que nunca abandonaba. Recorrimos media península empleando cualquier
medio de locomoción. A veces hacíamos autostop y ella era la encargada de
tender el dedo para que nos recogiesen. Y en una tarde lluviosa llegamos a
Madrid. Sin desearlo al completo, sabía que esta ciudad sería el final de nuestro
encuentro. Con una excusa, estudiada de
antemano, de vernos a la mañana siguiente, nos despedimos. Esa mañana pretendida
nunca se produjo en muchos años.
Unos años después recibí una llamada de teléfono
que me alteró. Era Caty. Me preguntó
por mi vida y mi bienestar. Yo estaba ya atado en todos los sentidos y un hijo
mío correteaba por la casa mientras le contestaba. Quería verme algún día, no
importaba la fecha para, según ella, desentrañar nuestra etapa en su recorrido
de psicoanálisis que estaba teniendo con un profesional. Era vital verme,
aunque fuera en una velada fugaz. Se lo prometí sin ningún atisbo de que
ocurriera. Trabajaba en Madrid en una empresa de gran renombre y era feliz
porque estaba rodeada de figuras del espectáculo que le hacían muy
reconfortante su trabajo y vida en esa ciudad. Pero, tardaron unos años más para que
esa cita ocurriera.
Cuando entré en aquella cafetería
de moda de Madrid, pensaba que su mochila presidiría nuestro encuentro. No, era de nuevo su
abéñula, más recargada, adornando sus enormes ojos los que alumbraban la sombra
proyectaba por la vela de la mesa. Seguían sus ojos oscuros, esta vez sin pestañear, taladrando a su recuerdo, yo, pero
esta vez la redondeada figura de aquella niña mujer que yo había adoctrinado,
protegido y acariciado se había convertido en una mujer espléndida que sonreía
abiertamente. Me di cuenta, de inmediato que en todos aquellos años yo había involucionado y
ella había crecido de manera gigantesca. No me arrepentí de no haber acudido
aquella mañana prometida a la cita con Caty, pues, sin duda alguna, la talla te la da tu personalidad y no el destino. Y ella
indudablemente ganó con mi ausencia. De vez en cuando me felicita en francés
por Navidad.
THE END
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