Lo conocí en un centro de
idiomas. Concretamente en Suria. Obeso, pringoso y políglota. Su nombre de pila
le importaba poco, solo sus apellidos, por ellos era conocido. Era casado, de
familia tradicional. Su esposa visitaba enfermos los viernes y otro día semanal
hacía con sus amigas sesiones de “meeting-sex”. Pero, pura apariencia,
ella hacía tiempo que no se acostaba con él. La panza de su cónyuge la
molestaba. Acordó que siempre que fuera discreto podía tener algunas relaciones
fuera de su lecho. Lo llamaremos Mercurio. Confidencialmente, a la semana de
conocerlo, me confesó que tenía amante. Se citaba los días que su mujer se
reunía con sus amigas para para ver los adelantos en la mercadería sexual.
Después supe que había sido su alumna en el centro. Llamaremos Úrsula a su
amante.
D. Mercurio tenía una obsesión,
aparte del sexo, los idiomas. Hablaba inglés, por ejemplo, con la
perfección de la reina Isabel cuando se dirigía a sus súbditos por radio. Era
un inglés empalagoso, muy rico en expresiones, algunas del tiempo del
lexicógrafo Samuel Johnson. Así cautivaba a las alumnas en un tiempo cuando el
inglés no lo hablaban ni los “llanitos”. D. Mercurio era respetado en el centro
y el entorno por ser el “teacher” por excelencia.
Eran tiempos del nacimiento de la
eclosión de funcionarios. Oposiciones en todo el país para ocupar las plazas de
profesores con contratos pingües. D. Mercurio leía el Boletín Oficial
del Estado con avidez día a día. Quería ser funcionario a toda costa.
Era el porvenir para muchos en un país que había salido de la miseria
recientemente. Pero, al considerarse un parangón en su entorno, no le bastaba con aprobar, tenía que ser el
mejor en su promoción.
Como buen hijo de
la posguerra, su familia, clase media baja, había progresado en
diferentes campos. Negocios inmobiliarios, agentes de comercio y seguros, etc.
La ciudad, entonces no tenía, en su niñez y adolescencia, centros
universitarios. Por lo cual sus estudios fueron a distancia en la universidad
vecina. Aun así, logró introducirse en ese centro de idiomas de la
ciudad, gracias a su desparpajo lingüístico. Desde el primer día, D. Mercurio
destacó por su talento en los idiomas. Lo rifaba la dirección para un cargo de
confianza. Y vaya si lo logró. Pese a que toda su familia era franquista, se hizo militante de UGT. Era el
sindicato que le apoyaría y nunca sospecharía de su origen burgués.
Llegaron las oposiciones y fue el
mejor de su promoción. Sus compañeros pasaron a un segundo plano, pese a
ayudarle con sus programas y memorias, alguno sufrió lo suyo por descubrir el
tribunal copia del proyecto docente, cuando el suyo era el auténtico. El tribunal lo elogió como si de Shakespeare
se tratara, lejos de sospechar la picaresca encubierta del flamante opositor,
Pasado el susto, nuestro héroe se pasó meses enteros pavoneándose de su
talento.
Pero no olvidaba sus apetencias
sexuales. Úrsula, una joven de provincias, más bien feúcha pero con mucho
gracejo, lo recibía, periódicamente, entusiasmada en su modesto
apartamento. Era D. Mercurio, el mejor docente del centro. Aprovechando que su
mujer se reunía con las amigas para ver la última prótesis del mercado, nuestro
protagonista sudaba entre hervores y algarabías con Úrsula. Era cuando
olvidaba su saber lingüístico y tartamudeaba por el esfuerzo. Su barriga
exudaba con el ajetreo continuado de su pesado cuerpo. Al terminar, extenuado,
recomponía su lencería masculina, maltrecha con tanto esfuerzo. Era el momento
de culminar con una parrafada en inglés. Era lo que esperaba Úrsula. Su cita
semanal era recompensada con tan solo escucharle escanciar música en el idioma
de la pérfida Albión. Había tan pocos hombres en la ciudad que tuvieran ese
don. No le importaba que toda su ropa tuviera que ponerla en la lavadora
después de cada faena. Su hombre era, por lo menos, el mejor lingüista
del bloque. Faltaría más. Me lo decía, sin rubores, delante de una cerveza al
día siguiente de su privada orgía.
Siempre observaba que D. Mercurio
no se ruborizaba por mirar a las alumnas con acusada codicia. Nadie podía
negarle su prestigio lingüístico. Se olvidaban y perdonaban sus debilidades y
oronda efigie. Yo entonces tampoco era un modelo de pensamiento. Era la edad
difícil del hombre con carencias. Me encantaba oír, incapaz de tener
deslices en esa parcela, sus juegos eróticos con Úrsula. Le imaginaba con
sus 120 kilos revolotear por el dormitorio de Úrsula buscando ávido los
carnosos senos de ella. Provocaba mi imaginación al comparar mis contactos espartanos
con mi cónyuge. Y me prometí buscar otra Úrsula que despertara mis deseos cada
vez más acrecentados por los relatos de mi amigo políglota. Yo, magro de
carnes entonces, y elástico con mi deporte, me sentía más preparado para lances
carnales que mi obeso colega. Pero no tenía una Úrsula a mano, ni a mi
pareja le molestaba mi barriga en la cama. Lástima. Así que durante un tiempo
tuve que conformarme con los relatos semanales de intensidad febril de mi amigo
Mercurio, muy distantes de las vicisitudes de Samuel Pickwick, al que
imaginaba de gordo como a amigo.
Pasado el tiempo, a mi amigo
lingüístico, se le quedaba pequeño el centro y quería remontar el vuelo. Se
fijó en un colega universitario, muy conocido en su área, para escalar
académicamente. En efecto, al igual que pegaba su gruesa anatomía a la
infatuada Úrsula, Mercurio se incrustó en la vida de este hombre para colmar
sus ambiciones. La familia de Mercurio, mercaderes arribistas, vio esta
relación fructífera para entrar en el mundo universitario y hacer de Mercurio
el Menéndez Pidal de la ciudad. Corrían los años ochenta. Y, claro, los
desclasados de los sesenta y setenta, viendo en la apertura una
ocasión única de futuro, en tropel, desembarcaron en la costa de los válidos
y mecenas que ocupaban autoridad y estima en las esferas sociales. La
universidad era uno los objetivos. Mercurio vislumbró esta rendija de luz para
entrar en este recinto. Era el tiempo que la gente entonces se jactaba de ser
demócratas y de izquierdas. Y nuestro Mercurio, educado entre la iglesia y
centros de pago, no dudó en militar en sindicatos obreros, como mencioné.
Su mecenas universitario,
admirado en su entorno por su seriedad y trabajo, creyó en Mercurio, de
entrada, por su locuacidad y palabrería. Le ayudó a mejorar en su ámbito
y a su vez se dejó impregnar por su lascivia verbal en las contadas salidas de
copas. Mercurio no hablaba nunca de su recta familia. Sin mucha formación
habían logrado ya altas cotas en su entorno y vecinos. La esposa de Mercurio no
le permitía ninguna entrada nocturna en casa. A las diez en casa. Y
hablar de Úrsula, impensable. Y, su mente, de noche, galopaba en el
dormitorio santuario y se introducía en los recovecos voluptuosos de
Úrsula sin apenas rozar a su castísima esposa que, a su vez,
repasaba facturas y pólizas a la luz de la lámpara barroca de su mesita de
noche. Y tenían hijos. Los milagros del deseo en ellos y la paciencia de ellas
para calmar sus hervores en noches jóvenes y cálidas. Pero se apagaron poco a
poco a medida que el pisito de antaño se convertía en casa con jardín. Los
niños se hicieron mayores y el crujir del somier dejó de oírse en tan ampulosa
vivienda.
Mercurio siguió con su táctica de
ganarse a su mecenas. Poco a poco se iba adentrando en la parcela lingüística universitaria.
Claro, a base de no dejarle, aparte de su trabajo, y retenerlo en todas las
facetas humanas. Y Úrsula emergió en sus conversaciones. De nuevo, las
ensoñaciones carnales afloraron y nuestro mecenas, lo llamaremos Prócer, dejó
que su mente albergara también pensamientos prohibidos en su quehacer diario.
Su familia, su entorno académico, los conocidos y vecinos lo consideraban un
hombre modélico. Pero, los relatos de Mercurio y sus batallas de calzón quitado
lo enervaron con el devenir del tiempo de tal manera que, poco a poco se
entregó a su causa. Mercurio le animó a encontrar esa jaca con la que
galopara en sus ratos libres. Y encontrada sin mucha dificultad por ser Prócer
hombre resultón, los ratos se hicieron más frecuentes y más libres porque
la nueva amante lo solicitaba. La joven, la llamaremos Medusa, descubrió, a su
vez, la pasión con nuestro Prócer que ignoraba, sin saberlo, su
fuerza y ahínco en esta nueva faceta.
Así que Úrsula y Medusa, sin
conocerse, estaban gestando episodios de gestas paralelas en dos protagonistas
que, lejos de estar unidos por el trabajo intelectual, vagaban y galopaban en
montes y vaguadas placenteras. Mercurio y Prócer, cada vez con más frecuencia,
se aliaban para encubrirse ante sus respectivas damas. Fueron días de gloria,
la juventud llegó de nuevo y, cuando ellos se citaban, las proezas verbales de
heroicidades amatorias sin cuento afloraban con detalles que hubieran
ruborizado a sus damas oficiales. Qué esplendor destilaban sus devaneos de amor
y entrega. Y ello acrecentaba el poder de Mercurio sobre Prócer. El seboso
lingüista con su estrategia iba atrayendo a Prócer y subiendo los peldaños de
su escalada académica. Y a medida que Prócer ayudaba a Mercurio, nuestro
mecenas perdía terreno en su entorno. Su lascivia era ya patente en su mirada y
le hacía parecer malvado cuando se le veía. Antes era normal que sus ojos
destellaran brillantemente con la limpieza del hombre casto, ahora ya no lo
hacían. En Mercurio era diferente, su lujuria era la de siempre. Sus ojos
relucían y de inmediato afloraba el deseo ante cualquier joven. Su
ambición era más fuerte que su apetito. Tenía el plácet de su cónyuge, a la
cual el sexo era un estorbo en su quehacer entre la casa y su trabajo en el
despacho.
Y sucedió lo inevitable. Prócer
se enamoró, no así Mercurio. Su Úrsula era la fruta carnosa que no comía en
casa. D. Mercurio acabó con Prócer. Ascendió académicamente, sin dejar a
Úrsula, y Prócer se hundió en todos los terrenos con su delirio de amor. Nunca
el obeso docente mencionó en su hogar la alianza con Prócer en el terreno
amatorio. Al contrario. Dijo que su colega erraba últimamente con alguien.
Horror. Pasaron seis años. Mercurio seguía viendo a Úrsula a escondidas.
Su status universitario no lo coronó al completo, pero casi lo consigue. Siguió
engordando, y poco después enfermó, en parte por el asedio de la familia para
que alcanzara la cima y de ese modo pavonearse todos en reuniones sociales.
Casi muere en el empeño. Hoy transita, casi un anciano, por los aledaños de su
casa. Úrsula se casó con un colega miope y nunca le contó que vio la Torre de
Londres, el Big Ben y los Beefeaters sin salir de su apartamento antaño
de soltera. De Prócer nunca más se supo. Renunció a su cargo y se mudó a un
país lejano. Vive con su amor de madurez y alguien que lo ha visto cuenta que
nunca más cogió un libro de su especialidad.
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