domingo, 26 de noviembre de 2017

D,Mercurio

D. MERCURIO, políglota


Lo conocí en un centro de idiomas. Concretamente en Suria. Obeso, pringoso y políglota. Su nombre de pila le importaba poco, solo sus apellidos, por ellos era conocido. Era casado, de familia tradicional. Su esposa visitaba enfermos los viernes y otro día semanal hacía con sus amigas sesiones de  “meeting-sex”. Pero, pura apariencia, ella hacía tiempo que no se acostaba con  él. La panza de su cónyuge la molestaba.  Acordó que siempre que fuera discreto podía tener algunas relaciones fuera de su lecho. Lo llamaremos Mercurio. Confidencialmente, a la semana de conocerlo, me confesó que tenía amante. Se citaba los días que su mujer se reunía con sus amigas para para ver los adelantos en la mercadería sexual. Después supe que había sido su alumna en el centro. Llamaremos Úrsula a su amante.
D. Mercurio tenía una obsesión, aparte del sexo, los idiomas. Hablaba inglés, por ejemplo,  con la perfección de la reina Isabel cuando se dirigía a sus súbditos por radio. Era un inglés empalagoso, muy rico en expresiones, algunas del tiempo del lexicógrafo Samuel Johnson. Así cautivaba a las alumnas en un tiempo cuando el inglés no lo hablaban ni los “llanitos”. D. Mercurio era respetado en el centro y el entorno por ser el “teacher” por excelencia.
Eran tiempos del nacimiento de la eclosión de funcionarios. Oposiciones en todo el país para ocupar las plazas de profesores con contratos pingües. D. Mercurio leía el Boletín Oficial del Estado con avidez día a día. Quería ser funcionario a toda costa. Era el porvenir para muchos en un país que había salido de la miseria recientemente. Pero, al considerarse un parangón en su entorno,  no le bastaba con aprobar, tenía que ser el mejor en su promoción.
Como buen hijo de la posguerra, su familia, clase media baja,  había progresado en diferentes campos. Negocios inmobiliarios, agentes de comercio y seguros, etc. La ciudad, entonces no tenía, en su niñez y adolescencia,  centros universitarios. Por lo cual sus estudios fueron a distancia en la universidad vecina. Aun así, logró introducirse en ese centro de idiomas de la  ciudad, gracias a su desparpajo lingüístico. Desde el primer día, D. Mercurio destacó por su talento en los idiomas. Lo rifaba la dirección para un cargo de confianza. Y vaya si lo logró. Pese a que toda su familia era franquista,  se hizo militante de UGT.  Era el sindicato que le apoyaría y nunca sospecharía de su origen burgués.  
Llegaron las oposiciones y fue el mejor de su promoción. Sus compañeros pasaron a un segundo plano, pese a ayudarle con sus programas y memorias, alguno sufrió lo suyo por descubrir el tribunal copia del proyecto docente, cuando el suyo era el auténtico.  El tribunal lo elogió como si de Shakespeare se tratara, lejos de sospechar la picaresca encubierta del flamante opositor, Pasado el susto, nuestro héroe se pasó meses enteros pavoneándose de su talento.
Pero no olvidaba sus apetencias sexuales. Úrsula, una joven de provincias, más bien feúcha pero con mucho gracejo, lo recibía,  periódicamente,  entusiasmada en su modesto apartamento. Era D. Mercurio, el mejor docente del centro. Aprovechando que su mujer se reunía con las amigas para ver la última prótesis del mercado, nuestro protagonista sudaba entre hervores y algarabías con  Úrsula. Era cuando olvidaba su saber lingüístico y tartamudeaba  por el esfuerzo. Su barriga exudaba con el ajetreo continuado de su pesado cuerpo. Al terminar, extenuado, recomponía su lencería masculina, maltrecha con tanto esfuerzo. Era el momento de culminar con una parrafada en inglés. Era lo que esperaba Úrsula. Su cita semanal era recompensada con tan solo escucharle escanciar música en el idioma de la pérfida Albión. Había tan pocos hombres en la ciudad que tuvieran ese don. No le importaba que toda su ropa tuviera que ponerla en la lavadora después de cada faena. Su hombre era, por lo menos,  el mejor lingüista del bloque. Faltaría más. Me lo decía, sin rubores, delante de una cerveza al día siguiente de su privada orgía.
Siempre observaba que D. Mercurio no se ruborizaba por mirar a las alumnas con acusada codicia. Nadie podía negarle su prestigio lingüístico. Se olvidaban y perdonaban sus debilidades y oronda efigie. Yo entonces tampoco era un modelo de pensamiento. Era la edad difícil del hombre con carencias. Me encantaba oír,  incapaz de tener deslices en esa parcela, sus juegos eróticos con Úrsula.  Le imaginaba con sus 120 kilos revolotear por el dormitorio de Úrsula buscando ávido los carnosos senos de ella. Provocaba mi imaginación al comparar mis contactos espartanos con mi cónyuge. Y me prometí buscar otra Úrsula que despertara mis deseos cada vez más acrecentados por los relatos de mi amigo políglota.  Yo, magro de carnes entonces, y elástico con mi deporte, me sentía más preparado para lances carnales que mi obeso colega. Pero no tenía una Úrsula a mano,  ni a mi pareja le molestaba mi barriga en la cama. Lástima. Así que durante un tiempo tuve que conformarme con los relatos semanales de intensidad febril de mi amigo Mercurio, muy distantes de las vicisitudes de  Samuel Pickwick, al que imaginaba de gordo como a amigo.
Pasado el tiempo, a mi amigo lingüístico, se le quedaba pequeño el centro y quería remontar el vuelo. Se fijó en un colega universitario, muy conocido en su área, para escalar académicamente. En efecto, al igual que pegaba su gruesa anatomía a la infatuada Úrsula, Mercurio se incrustó en la vida de este hombre para colmar sus ambiciones. La familia de Mercurio, mercaderes arribistas, vio esta relación fructífera para entrar en el mundo universitario y hacer de Mercurio  el Menéndez Pidal de la ciudad. Corrían los años ochenta. Y, claro, los  desclasados de los sesenta y setenta,  viendo en la apertura una ocasión única de futuro, en tropel, desembarcaron  en la costa de los válidos y mecenas que ocupaban autoridad y estima en las esferas sociales. La universidad era uno los objetivos. Mercurio vislumbró esta rendija de luz para entrar en este recinto. Era el tiempo que la gente entonces se jactaba de ser demócratas y de izquierdas. Y nuestro Mercurio, educado entre la iglesia y centros de pago, no dudó en militar en sindicatos obreros, como mencioné.
Su mecenas universitario, admirado en su entorno por su seriedad y trabajo, creyó en Mercurio, de entrada,  por su locuacidad y palabrería. Le ayudó a mejorar en su ámbito y a su vez se dejó impregnar por su lascivia verbal en las contadas salidas de copas. Mercurio no hablaba nunca de su recta familia. Sin mucha formación habían logrado ya altas cotas en su entorno y vecinos. La esposa de Mercurio no le permitía ninguna entrada nocturna en casa. A las diez en  casa. Y hablar de Úrsula, impensable. Y, su mente, de noche,  galopaba en el dormitorio santuario y se introducía en los recovecos voluptuosos de Úrsula  sin  apenas rozar a su castísima esposa que, a su vez,  repasaba facturas y pólizas a la luz de la lámpara barroca de su mesita de noche. Y tenían hijos. Los milagros del deseo en ellos y la paciencia de ellas para calmar sus hervores en noches jóvenes y cálidas. Pero se apagaron poco a poco a medida que el pisito de antaño se convertía en casa con jardín. Los niños se hicieron mayores y el crujir del somier dejó de oírse en tan ampulosa vivienda.
Mercurio siguió con su táctica de ganarse a su mecenas. Poco a poco se iba adentrando en la parcela lingüística universitaria. Claro, a base de no dejarle, aparte de su trabajo, y retenerlo en todas las facetas humanas. Y Úrsula emergió en sus conversaciones. De nuevo, las ensoñaciones carnales afloraron y nuestro mecenas, lo llamaremos Prócer, dejó que su mente albergara también pensamientos prohibidos en su quehacer diario. Su familia, su entorno académico, los conocidos y vecinos lo consideraban un hombre modélico. Pero, los relatos de Mercurio y sus batallas de calzón quitado lo enervaron con el devenir del tiempo de tal manera que, poco a poco  se entregó a su causa. Mercurio le animó a encontrar esa jaca con  la que galopara en sus ratos libres. Y encontrada sin mucha dificultad por ser Prócer hombre resultón, los ratos se hicieron más frecuentes y  más libres porque la nueva amante lo solicitaba. La joven, la llamaremos Medusa, descubrió, a su vez,  la pasión con nuestro Prócer que ignoraba, sin saberlo,  su fuerza y ahínco en esta nueva faceta.
Así que Úrsula y Medusa, sin conocerse, estaban gestando episodios de gestas paralelas en dos protagonistas que, lejos de estar unidos por el trabajo intelectual, vagaban y galopaban en montes y vaguadas placenteras. Mercurio y Prócer, cada vez con más frecuencia, se aliaban para encubrirse ante sus respectivas damas. Fueron días de gloria, la juventud llegó de nuevo y, cuando ellos se citaban, las proezas verbales de heroicidades amatorias sin cuento afloraban con detalles que hubieran ruborizado a sus damas oficiales. Qué esplendor destilaban sus devaneos de amor y entrega. Y ello acrecentaba el poder de Mercurio sobre Prócer. El seboso lingüista con su estrategia iba atrayendo a Prócer y subiendo los peldaños de su escalada académica. Y a medida que Prócer ayudaba a Mercurio,  nuestro mecenas perdía terreno en su entorno. Su lascivia era ya patente en su mirada y le hacía parecer malvado cuando se le veía.  Antes era normal que sus ojos destellaran brillantemente con la limpieza del hombre casto, ahora ya no lo hacían. En Mercurio era diferente,  su lujuria era la de siempre. Sus ojos relucían y de inmediato afloraba el deseo ante  cualquier joven. Su ambición era más fuerte que su apetito. Tenía el plácet de su cónyuge, a la cual el sexo era un estorbo en su quehacer entre la casa y su trabajo en el despacho.
Y sucedió lo inevitable. Prócer se enamoró, no así Mercurio. Su Úrsula era la fruta carnosa que no comía en casa. D. Mercurio acabó con Prócer. Ascendió académicamente, sin dejar a Úrsula, y Prócer se hundió en todos los terrenos con su delirio de amor. Nunca el obeso docente mencionó en su hogar la alianza con Prócer en el terreno amatorio. Al contrario. Dijo que su colega erraba últimamente con alguien. Horror.  Pasaron seis años. Mercurio seguía viendo a Úrsula a escondidas. Su status universitario no lo coronó al completo, pero casi lo consigue. Siguió engordando, y poco después enfermó, en parte por el asedio de la familia para que alcanzara la cima y de ese modo pavonearse todos en reuniones sociales. Casi muere en el empeño. Hoy transita, casi un anciano, por los aledaños de su casa. Úrsula se casó con un colega miope y nunca le contó que vio la Torre de Londres, el Big Ben y los  Beefeaters sin salir de su apartamento antaño de soltera. De Prócer nunca más se supo. Renunció a su cargo y se mudó a un país lejano. Vive con su amor de madurez y alguien que lo ha visto cuenta que nunca más cogió un libro de su especialidad.






lunes, 18 de abril de 2016

Patricia C.Hearst, Tania, Patty, Tania

La mujer como heroína


PATTY
                                


Patricia Campbell Hearst, nieta de William Randolph Hearst, el magnate multimillonario de la prensa americana, retratado en la película Citizen Kane (1941) de Orson Wells. Patty con 19 años saltó a la fama en 1973, al ser raptada por una guerrilla urbana, ubicada en California, the Symbionese Liberation Army. El impacto fue inmediato debido al imperio mediático de la familia Hearst, pero la sorpresa fue el anuncio, unos meses después, por Patricia, de haberse hecho guerrillera del grupo, con el nombre de Tania. Poco después, se la vio empuñando un fusil AK-47 en el asalto que hizo el grupo a un banco, entre otros "hechos punibles". Fue arrestada cinco meses más tarde y juzgada. Se la condenó a 35 años de cárcel, condena que nunca cumplió en su integridad. Senadores, actores, John Wayne, entre ellos, pidieron clemencia a Jimmy Carter que, en 1979, conmutó la pena por una libertad provisional, hasta que finalmente Bill Clinton la indultó (2001). Icono de una sociedad rica, pija en su juventud, adujo ser víctima de un síndrome, el de Estocolmo. Entonces supimos, por primera vez, lo que era el mismo. Casó con uno de sus guardaespaldas, fuerte y guapo. Hoy, con 62 años, viuda ya, vive con mucha holgura en Nueva York dedicada a sus perros que presenta a certámenes. Uno de ellos, Shih Tzu, conocido como Rocket, ganó en Febrero del 2015, un famoso concurso de belleza canina en el Madison Square Garden.


Patricia, hoy

Shih Tzu

miércoles, 13 de abril de 2016

Isabel de Baviera

La mujer como heroína

                                                                                   Isabel 



Isabel de Baviera, Sissi, popularizada y edulcorada por la película del mismo nombre. Emperatriz de Austria y reina consorte de Hungría, país que amó y conquistó con su glamour. Murió asesinada en 1898 por un anarquista italiano que nunca supo por qué la eligió. Anoréxica la mayor parte de su vida real. Bella, pero caprichosa. Trajo en jaque al imperio con sus veleidades y vida errática. Su cabellera le llegaba, de joven, a los tobillos y tardaba horas en peinarse y un día entero para su aderezo final. Magnífica amazona, madre ejemplar, aunque uno de sus hijos, Rodolfo, se suicidó junto a su amante. Viajera impenitente, ya mayor, visitó Elche, entre otras ciudades españolas.  Ginebra la vio morir en un hospital. Su cadáver yace en la cripta de los Capuchinos de Viena, junto a su hijo Rodolfo. 
by Franz Xaver Winterhalter, 1864




jueves, 31 de marzo de 2016

Jean Seberg

La mujer como heroína

JEAN



Jean Seberg, norteamericana, hoy tendría 77 años, pero murió con 41. La hallaron muerta, desnuda, en su coche, cerca de su apartamento en París, con el cuerpo abrasado por quemaduras de cigarrillo, una botella de agua y una nota de suicidio. Lo hace con barbitúricos y alcohol….cuentan. La más francesa de las actrices americanas. Con 17 años Preminger la elige para su “Juana de Arco”, después viene “Bonjour Tristesse” y más éxitos en poco tiempo. Esta jovencita, aparentemente dulce, nacida en un pueblo de Iowa, se desmelena en el París de la “Nouvelle Vague” y vive intensamente los años que le siguieron. Casa con el escritor Roman Gary, bastante mayor que ella, y se merienda todo los que se pone delante, incluidos, Carlos Fuentes, Ricardo Franco, Clint Eastwood, entre otros. Se llega a decir que se iba a las tabernas a buscar sexo. Era muy crítica con la guerra del Vietnam y dicen que un bulo gestado por el FBI, asociando el hijo que murió, al poco de nacer, con el líder de los Black Panthers, precipitó su desequilibrio mental y posterior suicidio en 1979.

martes, 29 de marzo de 2016

María Luisa de Orleans




La mujer como heroína

  MARIA LUISA 

Maria Luisa de Orleans, (1662-1689), la primera esposa de Carlos II de España, el último de los Austrias. Era francesa.  Los cuadros que quedan de ella no destacan la belleza de esta parisina que con 17 años se casa con nuestro rey, un enfermo de por vida, deforme y feo de nacimiento. No tuvo descendencia debido a las taras fisiológicas de nuestro monarca, aunque la corte propagara que era ella la no fértil. El pueblo le cantaba: “ Parid, bella flor de lis, en aflicción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París.” Solo reinó diez años, muriendo, a los 26 años, de un cólico miserere, hoy llamado “ataque de apendicitis” y virgen ya que el rey, impotente, no logró su embarazo. María Luisa figura en nuestra historia como reina poco preocupada por la política, más aficionada a la equitación y por lucir sus galas en la corte, aunque mantuvo en todo momento su cariño al rey, en parte, sabedora de la poca fortuna que la naturaleza le había concedido a su esposo. Por ello, figura en nuestra página como heroína.
Juan Carreño y Francisco Ignazio Ruiz de la Iglesia






miércoles, 23 de marzo de 2016

Caty, ojos negros


La mujer como heroína

CATY




        Sus grandes ojos negros llenaban toda la barra de aquel bar. No muy alta y poco esbelta, al contrario, pese a ser tan joven, sus formas eran redondeadas y su pecho sobresalía de entre la clientela que se agolpaba en la barra en la hora  de su desayuno de café con tostada. Apenas la chica despertó mi curiosidad, pese a que en aquella época  mi juventud me pedía mirar y sobresaltarme ante el arco de  estudiantes que, día a día, acudía al sitio para pedir algo que matara su rutina de clases y su empalago de descifrar el puzle  que es una lengua extranjera. Acababa de salir de unas prácticas y, como la noche anterior fue corta y dinámica en enredos de género y de verborrea  con aquellas amistades procedentes de tan distintos confines, me apetecía un café. Me pareció que una mirada me espiaba. A pocos pasos estaba Caty consumiendo un sobao pasiego. Esbocé una rápida sonrisa y me acerque a ella. Le hice varias preguntas y pronto supe que estaba perdida en aquel centro sin puerto ni patrón que la cobijase. Le di unos cuantos consejos para su acomodo y estancia y le recomendé que buscara amigos de su edad el tiempo que permaneciera en el centro. Y no la vi  más durante un tiempo.

Yo, entonces, andaba muy atareado con los grupos de alumnos que asistían a las clases con una regularidad pasmosa. Eran tiempos de aburrimiento social y más aún político durante los meses no estivales. Cada uno andaba entre estudios de posgrado y de impartir clases dónde fuera para sobrevivir. Pero, en verano y aquel sitio, entre nosotros sí había crítica a la situación de nuestro país, y más aún cuando los alumnos, procedentes de países en los que ya la democracia hacía tiempo que reinaba, intervenían con  sus comentarios, con media lengua, eso sí, pero certeros en las preguntas. ¿Qué podíamos defender? Solo que el país, poco a poco, se desperezaba, y que esperábamos que algo ocurriera pronto. Lo nuestro era lo lúdico y lo didáctico, estamos allí para que los alumnos aprendieran y volvieran al centro otro año. La experiencia nos decía que teníamos que pasar dos meses de verano con plena conciencia de entretener y de ser socialmente atractivos para repetir otro año. Y ese era mi objetivo. Las tardes eran gloriosas, una vez terminadas las prácticas de lengua nos reuníamos con  un grupo de alumnos y nos íbamos de cena y copas, si terciaba.

Por ello, Caty no me impresionó lo más mínimo. Era una casi adolescente por su manera de vestir y de comportarse. Se ruborizaba continuamente si, al hablarle, la miraba a los ojos. Unos pantalones y una blusa cruzada con tirantes que le apretaba el costado  y la espalda de la que pendía una mochila con libros y material escolar. Era su atuendo habitual. Para mi era como una hermana pequeña que  andaba perdida lejos de su hogar. Sus ojos negros, profundamente resaltados con abéñula en sus largas pestañas,  te miraban con una expresión de ingenuidad que acentuaba su imagen de lolita oronda. Aun así, la veía desvalida entre tanto estudiante, casi todos mayores que ella. Me la encontraba en los recesos de mañana y tarde, acodada en la barra con una coca cola que apenas consumía. Siempre el nivel del líquido era el mismo, era mi impresión. Poco a poco, según tomaba confianza, me contaba algo de su vida en París.

Era hija única, de padres separados. Vivía con su madre en un arrabal de París. Su madre trabajaba y ella apenas la veía salvo los fines de semana. Para mí eso de padres separados me sonaba a soflama por los tiempos que corrían en nuestro país. Nunca ahondé en su situación familiar porque no la entendía. Me figuraba a su madre viniendo tarde a casa para comer algo frío que había preparado por la mañana de prisa para la hija y ella. Y después a ver televisión y vigilar las tareas escolares de Caty. Ese verano, decidió darle un respiro a la madre y se vino a España para escapar un  poco del enrarecido ambiente “chauvinista”  del París de esos años. No creo que tuviera más de 18 años. Poca ropa se trajo porque su vestuario era siempre el mismo. Le daba igual. La época hippie estaba ya muriendo para acercarse a lo punkie. Pero Caty estaba aún anclada y su rebeldía era más existencial que de vestuario.

Y así expiró ese verano y yo me reintegré a mi vida normal y marché a mi ciudad de origen y de trabajo. Y Caty pasó a ser un vago recuerdo en mi vida cotidiana. Transcurrieron los meses y un día de abril tocan a mi casa y mi madre me dice: “ Hijo, una chica pregunta por ti”-. Y hete aquí que Caty aparece en el vano de mi puerta tirando de su mochila inconfundible. “Quería visitar tu ciudad y como no conocía a nadie de aquí me acordé de ti”, me dijo ruborizada. En nueve meses había cambiado algo  en su físico. Un poco más esbelta y ya no bajaba los ojos cuando la mirabas. Bueno, pensé, “que hago yo con esta mocosa crecida?”

Le enseñé la ciudad, actuando como cicerone, como tantas veces, había hecho con visitas femeninas. Y mi ciudad es una plaza que engancha. Sus monumentos y sus rincones te hacen perder el recato que se guarda en el comportamiento con una persona que apenas conoces. Y así le pasó a Caty. De pronto, a los pocos monumentos visitados, me cogió del brazo y me lo apretó. La miré de soslayo y una sonrisa le iluminaba el rostro. Se sentía a gusto. Y allí se quedó durante diez días, en mi ciudad que la embriagó con sus plazas y lugares, algunos de fantasía arabesca, con unos jardines frondosos y tranquilos desde donde se veía el espectáculo de sus noches perfumadas que desprendían arrayanes y mirtos y con el suave susurro del agua que corría entre  canales  y arriates. Sabía que Caty no se iría fácilmente. Pero yo no estaba por la labor. Mi casa, mi madre, la chica que continuamente buscaba mi compañía para ir a cualquier sitio. Pensé que se matricularía en la universidad y se quedaría allí para siempre. No me seducía la idea. Pero, el diablo tienta cuando menos lo esperas y aprovechando unas cortas vacaciones nos fuimos juntos a visitar la ciudad vecina. Eran tiempos de carestía y los hoteles aún no estaban llenos de huéspedes visitantes. Por lo cual en ningún sitio nos negaron alojamiento.

No me acuerdo como ocurrió nuestro primer despertar juntos. Lo cierto es que Caty, a mi lado, con sus enormes ojos llenos de abéñula y su cuerpo desnudo acurrucado, con su mano asida  a la almohada, yacía en aquella cama, de patas altísimas y colchón enorme. No estaba muy feliz con aquella visión de postergada entrega de ambos, cuando mi deseo inicial de Caty era de protección y amparo.  Sabía que sería pasajero nuestro encuentro por mucho amor que destilase aquella escena de intimidad en un hotel de provincias. De allí saltamos a otras ciudades, siempre esperando que los hoteles tuvieran camas altas y colchones espaciosos. Caty siempre con su mochila atada a la espalda y sus ojos enormes con la abéñula que nunca abandonaba. Recorrimos media península empleando cualquier medio de locomoción. A veces hacíamos autostop y ella era la encargada de tender el dedo para que nos recogiesen. Y en una tarde lluviosa llegamos a Madrid. Sin desearlo al completo, sabía que esta ciudad sería el final de nuestro encuentro. Con una excusa, estudiada de antemano, de vernos a la mañana siguiente, nos despedimos. Esa mañana pretendida nunca se produjo en muchos años.

Unos  años después recibí una llamada de teléfono que me alteró. Era Caty. Me preguntó por mi vida y mi bienestar. Yo estaba ya atado en todos los sentidos y un hijo mío correteaba por la casa mientras le contestaba. Quería verme algún día, no importaba la fecha para, según ella, desentrañar nuestra etapa en su recorrido de psicoanálisis que estaba teniendo con un profesional. Era vital verme, aunque fuera en una velada fugaz. Se lo prometí sin ningún atisbo de que ocurriera. Trabajaba en Madrid en una empresa de gran renombre y era feliz porque estaba rodeada de figuras del espectáculo que le hacían muy reconfortante su trabajo y vida en esa ciudad. Pero, tardaron unos años más para que esa cita ocurriera.

Cuando entré en aquella cafetería de moda de Madrid, pensaba que su mochila presidiría nuestro encuentro. No, era de nuevo su abéñula, más recargada, adornando sus enormes ojos los que alumbraban la sombra proyectaba por la vela de la mesa. Seguían sus ojos oscuros, esta vez sin  pestañear, taladrando a su recuerdo, yo, pero esta vez la redondeada figura de aquella niña mujer que yo había adoctrinado, protegido y acariciado se había convertido en una mujer espléndida que sonreía abiertamente. Me di cuenta, de inmediato que en todos aquellos años yo había involucionado y ella había crecido de manera gigantesca. No me arrepentí de no haber acudido aquella mañana prometida a la cita con Caty, pues, sin duda alguna, la talla te la da tu personalidad y no el destino. Y ella indudablemente ganó con mi ausencia. De vez en cuando me felicita en francés por Navidad. 

                                                                       THE END






sábado, 27 de febrero de 2016

Lena, Liverpool

La Mujer como heroína




LENA


El avión aterrizó bruscamente sobre una de las pistas del aeropuerto de Liverpool John Lennon. Llovía torrencialmente y salimos como conejos de una madriguera para evitar las gotas que empapaban nuestra ropa. No había “finger” desde el avión hasta el interior para evitar la lluvia. Dos chicas locales, rubias, delgadas y asustadas, calzando las sandalias que traían de Málaga, sin apenas  tiempo para coger unos zapatos, después de noches de “gin tonics” y arena en las playas sureñas de Iberia, se afanaban por adelantar la fila de pasajeros que las precedían. Inútil empeño. Después de minutos agónicos de arrastrar el equipaje para alcanzar la zona cubierta, llegamos a la aduana para mostrar nuestros pasaportes. Era una noche cerrada y el microbús, con los cristales empañados, no permitía ver el exterior. En menos de media hora estábamos en la acera del hotel y fue cuando vimos el exterior. Un viento gélido nos azotó y pudimos ver cerca el gran estuario. Era la avenida conocida como Strand. Mi amigo sonrió. Su cara mostraba un resplandor inusitado. Lo mire y antes de lanzarle mi pregunta, me dijo: “Qué de recuerdos me trae este lugar!”

Hacías años que conocía a Rodolfo. Había compartido tantos episodios, viajes, anécdotas y desgracias que esperé el momento adecuado. Sabía que antes de dormir me lo contaría. Subimos las maletas y entramos en  la habitación. Habíamos viajado bastante,  y siempre que no teníamos pareja, compartíamos habitación para minimizar gastos en los múltiples viajes que hicimos. Era el compañero ideal para viajar. Independiente, pero respetuoso y educado. Nunca creaba problemas y nos ayudábamos los días que duraba la ruta.

Yo era la primera vez que visitaba Liverpool. Sabía que era la ciudad que alumbró a unos músicos míticos de mi juventud y que, ahora, la ciudad cuidaba turísticamente un área que los cobijó durante sus actuaciones primeras. Me sonaba “The Cavern”, ¡ah! y que era la cuna de una gran Cía.  naviera de antaño: Cunard Line. El fútbol nunca me interesó, por lo cual su histórico equipo y Anfield Road tampoco me atraían. Rodolfo parecía conocer la ciudad. Así que esperaba algo de Rodolfo y que me entretendría antes de iniciar nuestra ruta en la ciudad al día siguiente.Después de asearnos,  bajamos a recepción para pedir un mapa de la ciudad en caso de que nos aventurásemos de noche. La recepcionista, una chica de aspecto poco sajón y con un acento cerrado en inglés, nos ilustró sobre los pubs cercanos para probar la cerveza de la ciudad. Pronto dimos con uno: “The Pavilion”. Un poco ruidoso, aunque decorado con gusto. Una vez acodados en la barra,  Rodolfo me dijo: “Pídamos una Worthington”, “¿la conoces bien?”, le pregunté. “Ya te cuento cuando nos sentemos”. Escancié despacio la cerveza en un vaso largo y el  primer trago me pareció delicioso. Empezaba a estar a gusto allí. Rodolfo, sentado, miraba el entorno y sus ojos escudriñaban el local. Parecía extasiado y su mirada perdida denotaba nostalgia. Pasados unos minutos, sin apenas pestañear empezó su relato:

“Amigo, esta ciudad la visité en varias ocasiones hace muchos años. Pero solo me referiré a la primera vez. Rondaba los cuarenta. Me invitaron a un programa en el entonces Liverpool Polytechnic, hoy Liverpool John Moores University. El Departamento necesitaba un intercambio académico y fui allí para preparar el evento. Apenas fueron 10 días, pero, te juro, que los recuerdo aún con nitidez. Me alojaron en un hotel cercano, no muy lejos de la universidad, y allí pernoctaba durante los primeros días. Creo recordar que era en Russell Street, no muy lejos de Lime Street Station. Por entonces, Liverpool era una ciudad desgarrada y con enormes focos de pobreza. Estaba empezando a desperezarse del enorme vacío financiero que sufrió la ciudad con el declive de su puerto. El tráfico de mercancías del Atlántico había casi desaparecido, arrastrando, en parte, a la potente naviera Cunard  Line y era la costa Este de Inglaterra la que empezaba a despuntar, debido al apogeo de la Comunidad europea y  su influencia en la economía inglesa".

 "En tan poco tiempo, me relacioné con profesores del Departamento, en especial con los más jóvenes. Uno de ellos era Davis. Un joven macilento y taciturno, desgarbado al máximo, con la misma ropa durante los diez días que lo conocí. Creo que no se cambió de ropa interior  en ese tiempo. La raída chaqueta le colgaba de su consumido esqueleto y un rictus desvaído asomaba a su rostro barbilampiño. Era soltero, single, y eso,  pese al pingüe sueldo que recibía, era una buena señal para ser atractivo en aquel entorno académico, duramente azotado entonces por la Dama de Hierro. Era una tarde lluviosa y triste, gélida con un viento helado que atravesaba la camiseta gruesa de algodón que había comprado el primer día en Mark&Spenser, y salía del Polytechnic para comprar mi paquete vespertino de “fish&chips” que compraba en un portal adosado de la calle abajo de la universidad. Allí me encontré con Davis. Le acompañaba una joven morena y tristona y hacían cola para recoger el maná de la tarde. Nos saludamos y recogimos nuestra vianda que devoramos mientras caminábamos calle abajo. Los guantes sobraban para poder sostener el cartucho (y en aquel entonces los dedos no eran portadores de virus) y una simple servilleta que te daban con el paquete comestible te limpiaba el aceite que impregnaba tus manos al final del festín. Ya limpias mis manos me presentó a la chica. Se llamaba Lena. Era algo magra como mi amigo y parecía que se llevaban bien y enseguida noté que a ella le gustaba Davis. Seguimos andando y pronto perdí la orientación para dirigirme a mi hotel. Las calles de Liverpool no me eran familiares. Se brindaron a llevarme al hotel ya que  el frío y el viento arreciaban y la tarde estaba terminando en aquella ciudad húmeda regada por el gran estuario del río Mersey.”

Rodolfo,  mientras trasegaba la mitad de su “Worthington”, ensimismado, pero con una expresión risueña como si los recuerdos le embargaran, me dijo: “Te canso?” No le dije, “continúa, algo me dice que lo mejor viene ahora”. Rodolfo sonrió y dijo: “No te equivocas”. En efecto”, prosiguió, “llegados al hotel hicieron un gesto de despedida, pero la chica dijo: “Davis,  si vamos a nuestras casas, nos vamos a helar con el frío que hace”. “Entonces le dije que mi habitación era caliente ya que el hotel tenía calefacción. Tengo algo de cerveza en ella. Os invito y después os vais. Para mi sorpresa aceptaron. Ahora comprendo. La calefacción entonces era muy cara y las casas de estudiantes y profesores pagaban mucho por este servicio. Preferían estar calientes en la mía. Y pronto Davis y Lena se hicieron dueños de mi habitación. Ella se retrepó en mi gran cama, Davis se sentó en el butacón y yo me mantuve en la única silla que quedaba.

Pasaron más de dos horas y allí continuaban. Davis apenas hablaba y Lena, a medida que bebía se mostraba más locuaz. Para mi sorpresa, supe por ellos que apenas se conocían. Davis era introvertido y tímido y aunque le gustaba Lena apenas le había mostrado su amor. Era una asignatura pendiente. Su sueldo y su poca estabilidad en el departamento le impedían mostrar a Lena su cariño. Lena, al contrario, contratada con pocas horas, vivía a duras penas en una ciudad que no le alcanzaba a vivir con dignidad con sus flacos emolumentos. Y ese día estaba allí porque Davis era su hombre. Poco a poco la noche se cernía y aquella pareja seguía bloqueada para mostrar su amor. ¡Dios era tan evidente y hacía tan buena temperatura!! Yo quería quedarme solo. Pero la pareja seguía bebiendo y el silencio se cernía cada vez sobre ellos. Cada vez más la palidez en ambos era más manifiesta. Nervioso me levanté en varias ocasiones para, de cierta manera, indicarles que era muy tarde. La calefacción era más fuerte que su amor, pensé. Poco a poco me fui fijando en la chica. Era atractiva y su timidez la hacía más vulnerable”. Interrumpí a Rodolfo, entusiasmado con el relato. “¿pero no se fueron? Bueno, y como terminó la cosa? “

“Para mi sorpresa”, continuó Rodolfo, “al poco, Davis, medio achispado, se levantó y se marchó de la habitación. Pensaba que había ido a comprar más bebida. Lena y yo esperábamos que abriera la puerta para continuar la velada. Nunca más le vi. Durante la espera vi que Lena no se inmutaba, seguía con la botella y tenía ya los ojos semi entornados.  ¡Qué situación!! Miré el reloj. Era ya muy tarde y con la  mirada le hice ver a Lena que se fuera. Apenas la conocía y no me atrevía a hacerle preguntas. Fue venciendo su timidez y con frases entrecortadas me fue diciendo que amaba a Davis y con esa noche no se quería ir. La habitación, para ella, era muy acogedora y se encontraba bien en esa cama. No quería volver a su casa con el frío aleteando afuera. Y allí se quedó. A la mañana siguiente, ella somnolienta,  me besó y me dijo que Davis era un encanto. La cama mullida y caliente me acompañó en una media noche que no olvidaré en mucho tiempo. Nunca más vi a Lena, pero conservé el olor de su cuerpo en el mío durante meses. Sospecho que ella tampoco me recordó. Las muchas Worthingtons y la calefacción pudieron más que la ausencia de Davis. Por eso cuando vuelvo a Liverpool me bebo unas cervezas de esa marca, para mí la mejor de Liverpool.”

Y juro que Rodolfo terminó la suya en el pub “Pavilion” de Liverpool con su mirada perdida, medio en éxtasis, en la penumbra de aquel pub de la ciudad.

                                                              The End