La mujer como heroína
AILEEN
Aquel 11 de Mayo de 1966 lo
recuerdo con nitidez. Tres espectadores entre una multitud de 40.000 fans
apiñados en el estadio de Elland Road devorando con pasión un partido entre un equipo español y otro inglés.
Una lluvia pertinaz empapaba mi largo chaquetón, y calado hasta los huesos, me impedía retirar la mano de Aileen que
sobaba mis dedos con renovada fruición. Peggy, su madre, aullaba animando al
equipo español que no estaba teniendo compasión de su rival inglés. Una
rudimentaria cámara de televisión, justo detrás, recogía las incidencias de
aquella histórica semifinal. ¿Qué hacía yo allí con una chica con ganas de magrearnos
en medio de la lluvia entre una multitud, junto a su madre
que, absorta en el juego, animaba sin cesar al equipo rival?
Esa tarde habíamos recorrido en
un Austin A110 los 82 kilómetros que separaban la ciudad de Hull de Leeds para
asistir aquel partido solo porque a Peggy le gustaba pronunciar los nombres
españoles del equipo. Lo de Villa, Lapetra, Marcelino le sonaba a nombres del
romancero español, tal era su deseo de aprender nuestro idioma. Aileen, una
total analfabeta en materia futbolística, le animó el hecho de estar conmigo
esa tarde fuera donde fuera. Zaragoza le parecía un nombre impronunciable con
tanta fricativa que le obligaba a
meter, recreándose, su lengua entre los dientes cada vez que
mascullaba el nombre del equipo. Ella
estaba estudiando en esa Universidad, Leeds, al igual que su prometido, Chris,
al que no vio esa tarde por estar junto a mí. Su madre ignoraba la fiebre
hormonal de su hija hacia mí porque sabía que su Aileen estaba, hace tiempo, ya comprometida.
Hacia pocos meses que había conocido
a los Douglas. Peggy y Harold era un matrimonio encantador, en especial el marido
y les había dado por aprender español. Lo
de Peggy por nuestro idioma era pasión. Harold tenía ese porte y aspecto
bonachón que me desarmaba cuando me daba consejos. Peggy, su menuda y
caprichosa esposa, me aturdía con sus preguntas. Fue una magnífica profesora
porque hablaba tanto que mi torpe cerebro podía tranquilamente digerir su
extenso vocabulario anglosajón. Me abordaron
en un centro de idiomas de la ciudad y cuando supo Peggy que era español
me ofreció alojamiento en su casa a
cambio de hablar español de vez en cuando. Tuve que abandonar mi habitación del
área obrero de Boulevard, donde mi
“landlady” era una encantadora trabajadora humilde que se levantaba al ser de
día para vender pescado en una tienda del mercado, cerca de Princes Dock. A
punto de jubilarse, ya viuda, no le hacía guiños a su trabajo diario fuera de
casa. En cambio los Douglas vivían en una zona selecta de la ciudad ya que
Harold se defendía económicamente bien en su farmacia. Era un chalet de dos
plantas y allí me instalé gratis.
Hoy aún, pese al tiempo
transcurrido, me acuerdo de esos días invernales, terriblemente húmedos, en
Hull. Aún no había terminado mis estudios en Murcia. Lo haría dos años más
tarde. Me enviaron de instructor a este condado del Norte e impartía mi trabajo
repartido en dos centros, ya desaparecidos, y bastante alejados, entonces, uno del otro.
Era joven y las inclemencias del tiempo no me hacían mella. Así, desde Cottingham Road, dónde se
ubicaba uno de ellos, hasta cubrir la
distancia para llegar al otro en Pickering
Road, pasando por la interminable Boothferry Road, mi vetusta bicicleta sorteaba
la lluvia continua, a veces en borrasca con el viento aullando y dificultando
mi pedalear por el aguacero de turno, todo lo cual hacían mi camino penoso en
ocasiones. Mis pocos años y mis deseos de aprender se enfrentaban a todas las
inclemencias del crudo tiempo en aquella estación infernal de invierno en el
remoto West Riding of Yorkshire.
A las pocas semanas de estar
instalado en casa de los Douglas, un viernes por la tarde llegó Aileen. Sabía
que tenían una hija estudiando en una universidad cercana, pero no la había visto
antes. Era alta, de pómulos salientes, y con una sonrisa abierta que se hacía
cantarina cuando reía. Me pareció atractiva, pero intocable por su situación
afectiva. Estaba proyectando fechas para su enlace que se haría al final de
Junio. Al poco observé que era un poco irritable
y que un mohín se articulaba en su cara cuando algo la disgustaba en casa. A mi
ese mohín me encantaba. Era cuando más guapa la encontraba. Me saludó
educadamente y me ignoró inmediatamente. Pero, al rato vino al salón donde los
padres y yo veíamos un programa y dijo: “¿Conoce este hombre la parte antigua
de la ciudad?”. Algo conocía pero la posibilidad de tener una cicerone tan
encantadora me hizo dar una respuesta negativa. En el coche de los padres
recorrimos esa tarde noche la ciudad. En aquellos años, Hull se estaba haciendo
como urbe y puerto importante del Norte
de Inglaterra. Había lugares históricos que no podían ignorarse como Queen
Victoria Square o Holy Trinity Church, sin olvidar el imponente monumento de
The Wilberforce que Aileen con paciencia me explicaba eruditamente. Era ya
noche y la luz era escasa cerca de estos monumentos. Aileen detuvo el coche,
encendió un cigarrillo, y mientras me hablaba de sus estudios, en la oscuridad, sus ojos brillaban al tiempo
que inhalaba el humo de tabaco. Y de pronto con el cigarro aún en su mano me
besó. Y todo mi universo se revolucionó
desde entonces.
Si aún la recuerdo tan bien pese
a los muchos años transcurridos es porque indudablemente Aileen fue ella, la
que incendió mi cuerpo e hizo que mi mente se impregnara con el olor que aún siento cuando su recuerdo me asalta. Desde aquella noche de
ese viernes nunca más hasta su graduación faltó de visitar a sus padres, como
excusa, para estar conmigo. Aileen recurría a mil tretas dentro de la casa para
amarnos desenfrenadamente sin que Peggy
lo advirtiera. Le pedía el coche al padre y recorríamos, con frecuencia, los pueblos
cercanos de Beverley, Cottingham o Scarborough. La excusa era que iba a visitar
a Chris. Pero nos deteníamos en cualquier sitio para devorarnos. Nunca más dejó
de visitar a los padres los fines de semana y jamás, aún en los momentos de
amor más intensos, nos dijimos “Te quiero”. Fingíamos y ocultamos el amor en
medio de nuestra pasión.
Y una mañana de Junio, el sol
brillaba entre nubes algodonadas, Aileen me acompañó a Paragon Station. Mi tren
saldría en media hora. Recuerdo que me acompañó por el andén, casi vacío, hasta
donde comenzaba el artesonado. Su cara impregnada de lágrimas y la mía, tensa y
sin color. Nada nos dijimos salvo un beso intenso, una mirada profunda y un “good
bye, love”. Quince días más tarde, ya en
mi país y con su recuerdo vivo, recibí por correo su invitación de boda con
Chris. Por la fecha del correo deduje que cuando abrí el sobre ya se habían
casado.
The End