miércoles, 22 de julio de 2015

Aileen, Elland Road

La mujer como heroína

AILEEN


Aquel 11 de Mayo de 1966 lo recuerdo con nitidez. Tres espectadores entre una multitud de 40.000 fans apiñados en el estadio de Elland Road devorando con pasión un  partido entre un equipo español y otro inglés. Una lluvia pertinaz empapaba mi largo chaquetón, y calado hasta los huesos,  me impedía retirar la mano de Aileen que sobaba mis dedos con renovada fruición. Peggy, su madre, aullaba animando al equipo español que no estaba teniendo compasión de su rival inglés. Una rudimentaria cámara de televisión, justo detrás, recogía las incidencias de aquella histórica semifinal. ¿Qué hacía yo allí con una chica con ganas de magrearnos en medio de la lluvia entre una multitud, junto a su madre que, absorta en  el juego,  animaba sin cesar al equipo rival?

Esa tarde habíamos recorrido en un Austin A110 los 82 kilómetros que separaban la ciudad de Hull de Leeds para asistir aquel partido solo porque a Peggy le gustaba pronunciar los nombres españoles del equipo. Lo de Villa, Lapetra, Marcelino le sonaba a nombres del romancero español, tal era su deseo de aprender nuestro idioma. Aileen, una total analfabeta en materia futbolística, le animó el hecho de estar conmigo esa tarde fuera donde fuera. Zaragoza le parecía un nombre impronunciable con tanta fricativa  que le obligaba a meter,  recreándose,  su lengua entre los dientes cada vez que mascullaba el nombre del equipo.  Ella estaba estudiando en esa Universidad, Leeds, al igual que su prometido, Chris, al que no vio esa tarde por estar junto a mí. Su madre ignoraba la fiebre hormonal de su hija hacia mí porque sabía que su Aileen estaba, hace tiempo,  ya comprometida.  

Hacia pocos meses que había conocido a los Douglas. Peggy y Harold era un matrimonio encantador, en especial el marido y les había dado por aprender español.  Lo de Peggy por nuestro idioma era pasión. Harold tenía ese porte y aspecto bonachón que me desarmaba cuando me daba consejos. Peggy, su menuda y caprichosa esposa, me aturdía con sus preguntas. Fue una magnífica profesora porque hablaba tanto que mi torpe cerebro podía tranquilamente digerir su extenso vocabulario anglosajón. Me abordaron  en un centro de idiomas de la ciudad y cuando supo Peggy que era español me ofreció alojamiento en su  casa a cambio de hablar español de vez en cuando. Tuve que abandonar mi habitación del área obrero de Boulevard,  donde mi “landlady” era una encantadora trabajadora humilde que se levantaba al ser de día para vender pescado en una tienda del mercado, cerca de Princes Dock. A punto de jubilarse, ya viuda, no le hacía guiños a su trabajo diario fuera de casa. En cambio los Douglas vivían en una zona selecta de la ciudad ya que Harold se defendía económicamente bien en su farmacia. Era un chalet de dos plantas y allí me instalé gratis.

Hoy aún, pese al tiempo transcurrido, me acuerdo de esos días invernales, terriblemente húmedos, en Hull. Aún no había terminado mis estudios en Murcia. Lo haría dos años más tarde. Me enviaron de instructor a este condado del Norte e impartía mi trabajo repartido en dos centros, ya desaparecidos,  y bastante alejados, entonces, uno del otro. Era joven y las inclemencias del tiempo no me hacían  mella. Así, desde Cottingham Road, dónde se ubicaba uno de ellos,  hasta cubrir la distancia para llegar al otro en  Pickering Road, pasando por la interminable Boothferry Road, mi vetusta bicicleta sorteaba la lluvia continua, a veces en borrasca con el viento aullando y dificultando mi pedalear por el aguacero de turno, todo lo cual hacían mi camino penoso en ocasiones. Mis pocos años y mis deseos de aprender se enfrentaban a todas las inclemencias del crudo tiempo en aquella estación infernal de invierno en el remoto West  Riding of Yorkshire.  

A las pocas semanas de estar instalado en casa de los Douglas, un viernes por la tarde llegó Aileen. Sabía que tenían una hija estudiando en una universidad cercana, pero no la había visto antes. Era alta, de pómulos salientes, y con una sonrisa abierta que se hacía cantarina cuando reía. Me pareció atractiva, pero intocable por su situación afectiva. Estaba proyectando fechas para su enlace que se haría al final de Junio.  Al poco observé que era un poco irritable y que un mohín se articulaba en su cara cuando algo la disgustaba en casa. A mi ese mohín me encantaba. Era cuando más guapa la encontraba. Me saludó educadamente y me ignoró inmediatamente. Pero, al rato vino al salón donde los padres y yo veíamos un programa y dijo: “¿Conoce este hombre la parte antigua de la ciudad?”. Algo conocía pero la posibilidad de tener una cicerone tan encantadora me hizo dar una respuesta negativa. En el coche de los padres recorrimos esa tarde noche la ciudad. En aquellos años, Hull se estaba haciendo como urbe  y puerto importante del Norte de Inglaterra. Había lugares históricos que no podían ignorarse como Queen Victoria Square o Holy Trinity Church, sin olvidar el imponente monumento de The Wilberforce que Aileen con paciencia me explicaba eruditamente. Era ya noche y la luz era escasa cerca de estos monumentos. Aileen detuvo el coche, encendió un cigarrillo, y mientras me hablaba de sus estudios,  en la oscuridad, sus ojos brillaban al tiempo que inhalaba el humo de tabaco. Y de pronto con el cigarro aún en su mano me besó.  Y todo mi universo se revolucionó desde entonces.

Si aún la recuerdo tan bien pese a los muchos años transcurridos es porque indudablemente Aileen fue ella, la que incendió mi cuerpo e hizo que mi mente se impregnara con  el olor que aún siento cuando  su recuerdo me asalta. Desde aquella noche de ese viernes nunca más hasta su graduación faltó de visitar a sus padres, como excusa, para estar conmigo. Aileen recurría a mil tretas dentro de la casa para amarnos desenfrenadamente  sin que Peggy lo advirtiera. Le pedía el coche al padre y recorríamos, con frecuencia, los pueblos cercanos de Beverley, Cottingham o Scarborough. La excusa era que iba a visitar a Chris. Pero nos deteníamos en cualquier sitio para devorarnos. Nunca más dejó de visitar a los padres los fines de semana y jamás, aún en los momentos de amor más intensos, nos dijimos “Te quiero”. Fingíamos y ocultamos el amor en medio de nuestra pasión.

Y una mañana de Junio, el sol brillaba entre nubes algodonadas, Aileen me acompañó a Paragon Station. Mi tren saldría en media hora. Recuerdo que me acompañó por el andén, casi vacío, hasta donde comenzaba el artesonado. Su cara impregnada de lágrimas y la mía, tensa y sin color. Nada nos dijimos salvo un beso intenso, una mirada profunda y un “good bye, love”.  Quince días más tarde, ya en mi país y con su recuerdo vivo, recibí por correo su invitación de boda con Chris. Por la fecha del correo deduje que cuando abrí el sobre ya se habían casado.

The End





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