jueves, 16 de julio de 2015

Medea, Norte y Sur

La Mujer como Heroína

         MEDEA
George Romney "Lady Hamilton as Medea" (circa 1786)
 Era del Norte, de las que salían por la tarde con la mirada baja, el pitillo en la boca y el bolso de moda. Paseaba sin levantar los ojos. Una leve sonrisa indicaba que estaba alerta en caso de encuentros. La educaron entre normas y economía restringida. Sus padres, sencillos, eran espartanos en todo. Mobiliario de calidad. Eran capaces de tardar años en comprar un mueble, hasta encontrar el adecuado para cada rincón.  Vivían  en un piso de suelo de madera y balcones acristalados en una calle del antiguo centro. La calle estrecha y ruidosa por las mañanas se apagaba al caer la tarde ya que la sombra era lo pertinente  a muchas horas por tener escasa luz que penetrara en los balcones y soportales.  Salvo Julio y Agosto, con meses de sol y humedad caliente, la calle y sus casas eran frías como una tumba en un mausoleo. El resto del año, días y días con lluvia fina que calaba y hacía que la calle fuera triste, aun con bullicio. Los sábados y domingos una churrería en un bajo calentaba con su chocolate a los vecinos y transeúntes de los aledaños.

Fueron dos hermanas, separadas en edad, las habidas en su matrimonio. La madre, seca y enteca, llevaba la batuta. Criada en la carestía de la posguerra, su afán de economizar era su lema. El padre apenas rechistaba. El trabajo era su obsesión. Poco ganaba para la dedicación y responsabilidad que asumía en la empresa. En este ambiente familiar, férreo y austero,  las niñas fueron criadas con el objetivo de que sus estudios mejoraran su status, algo que los padres no pudieron realizar en su día.  A la mayor, Medea, ya  con 7 años la llevaron a un colegio religioso belga de la ciudad de Mons. Recluida en un internado todo el curso escolar, la  chica aprendió  disciplina y sobre todo idiomas. Sería el maná de su vida futura como funcionaria. La menor, Berta, de constitución débil se quedó con  los padres hasta completar sus estudios.

Cuando las niñas se hicieron adultas, los padres procuraron que, a base de su sacrificio y trabajo, estudiaran carreras universitarias. Medea, cumplidos los 18, siguió su itinerario y estudió interna en un colegio mayor de una universidad de prestigio y con una amplia oferta de estudios. Escogió filología extranjera y su conocimiento de idiomas en Mons le ayudó a no dar golpe en su especialidad. Se dedicó a pasear y merodear los sitios de estudiantes para alternar y, de camino,  con un poco de suerte, pescar novio. Era atractiva, menuda de cuerpo, con sonrisa abierta y con un estomago de acero que le permitía trasegar líquidos sin que su físico lo acusara. Con la licenciatura conseguida y sin medios para seguir en la universidad volvió con sus padres. Eran los 22 años de una mujer, aún joven, que quería tener pareja. En la ciudad salía y alternaba bastante, pero los chicos bien de la ciudad no estaban por la labor.
           
Un día, en un centro de estudios de verano de la ciudad, empezó a salir con un joven de provincias del sur. No era el tipo de pijo que ella conoció en la universidad cuando alternaba, pero podía tener futuro, era docente. De lo que vio aquel verano, era el que más se aproximaba a su estándar.  La familia lo rechazaba en principio. Un sureño con su hija, con la fama que tenían de vagos y zarrapastrosos. Terminó el verano y el sureño marchó a su ciudad,  pero la llama del amor pareció prender en aquella niña pija del Norte. Tanto que se trasladó a la ciudad de su cortejador para conocerlo mejor. En pocos meses se habían casado ya.

La boda fue en invierno y los novios salieron del portal de aquella húmeda calle que vivía la familia de Medea y un sol mortecino con ráfagas de aire helado se metía entre los cuerpos de la pareja para llegar a la iglesia y su altar. La ceremonia fue poco asistida. El novio, al menos, trajo a su familia del sur para la boda. Ella sola y su familia. Mal presagio.
 
Vivieron en el sur, de clima cálido y días soleados siempre,  porque los dos encontraron trabajo y empezaron a nacer hijos. El primero lo tuvo Medea sin darse cuenta. Era demasiado joven para sentirse como madre. Aún no se había repuesto de su juventud brillante en la universidad y en su ciudad. El segundo le falló. El embarazo fue un castigo de la naturaleza por no ceñirse a sus leyes naturales. El aborto casi  la mata. Pasaron los años y el chico necesitaba una hermana, la cual vino tarde. Fue un regalo para Medea. Ya, hecha una mujer, con ansias de tener un bebé en sus manos, aquella criatura rubita de ojos de miel la transportó. Y pasaron los años y cuidaron  de su casa, de su economía y de sus hijos.

Y empezó la costumbre diaria de lo doméstico. Y con ello, el amor del sureño empezó a languidecer y dejó de ser una fuente de alegría en aquella casa. Medea, absorta en su trabajo y familia, olvidó que un matrimonio es también apetito compartido. Y llegó lo inevitable. Tantos años de rutina y sin deseo precipitó la irrupción del silencio en la vida conyugal del sureño. Las tardes en el salón de la casa  con un café preparado para comentar incidencias dejaron de existir. Pensaba Medea que el matrimonio era, al pasar los años,  solo compartir casa, dinero e hijos. Craso error. El sureño, vacío de afecto hacia Medea,  sufría en silencio. “¡Dios será así siempre!”.  A los hijos los adoraba, pero era solo lo que le quedaba en medio de tanta carencia interior afectiva.

Y alguien asomó. Al sureño se le llenaron los días de sol y cuando llegaba algunas noches su entrada en la casa era demoledora. Ver a sus hijos y participar en sus cuitas lo transportaba. "Pero, ¿y ella? El vacío". 

Medea, como tantas mujeres de aquella edad, pensaba que el amor, grande, pequeño o apenas existente, con el tiempo era una monótona obligación bendecida por el vínculo existente. Y no se preocupó de que el sureño no la miraba como antes, no respetaba sus sermones y ausencias y no cumplía, como antaño, como pareja en el dormitorio. “Bueno”, pensaba, “ será la crisis de los cuarenta..., ya se enmendará!”.  

Alguien le dijo que al sureño lo habían visto con otra. Medea no se lo creía. "¿Como? Imposible". "Yo no lo he notado en su proceder", respondía.  Y la evidencia se hizo patente con el paso de los meses. Medea empezó a sufrir y su cabeza, adormecida por la rutina, empezó a funcionar con esa agudeza que la caracterizaba en sus estudios. Pero solo en  una dirección: destruir al sureño. Y surgió la Medea con toda su rabia.

Pasaron los años y aquella familia modélica se había roto por completo. Fueron tantos los episodios desagradables. “Pero, si el amor ya no existe, dejemos al menos el respeto”. Y nunca más se existió como familia. Oficialmente el lazo se rompió. Medea, ya sola,  empezó una nueva vida y su rabia aún latente la paliaba con el frenesí de vivir fuera del domicilio que le había proporcionado tanta felicidad, incluso en momentos desgraciados. Y su rencor continuo hacia el sureño, pasados bastantes años,  cesó cuando conoció a otra persona. Ese afecto, ese cariño, ausente con el paso de los años lo encontró, al fin,  en este hombre que le daba tanta tranquilidad como mujer y como persona. Claro, pero olvidaba que había pasado tanto tiempo vertiendo su rabia que olvidó el mucho daño causado en su entorno y en todos aquellos que quedaron bajo su custodia.

Y cuando más feliz era con ese hombre, el azar hizo que un día nefasto la naturaleza que ella había desafiado tantas veces le fallara e hizo que desapareciera su rencor para siempre y también su tranquilidad recuperada. Poco disfrutó del afecto y seguridad con su nueva pareja. Sus hijos la lloran y el  Norte y el Sur la recuerdan de forma diferente. 

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